Edgar Brau

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Entrevistas De lo que dura a lo que pasa

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Edgar Brau

 

De lo que dura a lo que pasa
Entrevistas con Martina Rolandi Ricci (2007-2010)
Parte Primera (I-VIII)

 

 

CONTENIDO

I: EL PRINCIPIO PRINCIPAL — EL TELÓN NO SE DESCORRIÓ MUY FÁCILMENTE PARA MÍ — LE DUR DÉSIR DE DURER — MI ABUELO ESCRITOR QUE NO CONOCÍ — “PUES EN LO INTERIOR SÍ ESTÁ HECHO”  — EN LA BIBLIOTECA DE MI OTRO ABUELO — LA CENIZA DE LOS COMICS Y DE LA TELEVISIÓN — LA ORATORIA DE LA VIDA — EL AMOR, ESA CONFUSIÓN CON VUELTAS DE ESPIRAL — “¿QUÉ TIENE ESTE MUCHACHITO ADENTRO?” — LO REAL ES SOLAMENTE EL HUMO QUE SURGE DE LAS GRANDES FÁBRICAS DE LO VERDADERO — EL CINE DE MI PADRE — DE ACTRICES Y DE ENAMORAMIENTOS — ORSON WELLES, EISENSTEIN, FELLINI — LAS BARATIJAS DE HOLLYWOOD — ES UNA ESTÚPIDA PETULANCIA DE ADULTOS CREER QUE LA EDAD GARANTIZA EL ENTENDIMIENTO — NO FALTA MUCHO PARA QUE SHAKESPEARE DEBA SER TRADUCIDO AL INGLÉS — DE LO QUE DURA A LO QUE PASA — INFINIDAD DE NIÑOS VUELAN — EL MAL — LA GROSERÍA DE LAS CONCEPCIONES RELIGIOSAS OCCIDENTALES — EL MAL ECOLÓGICO — EN EL FUTURO YA NO SE ASESINARÁN NI NIÑAS NI MARIPOSAS.

 

II:  MUERTE DE LA MADRE — EUGÉNIE DE GUÉRIN: “¿QUÉ ES ESTE MUNDO DONDE TODO DESAPARECE?” — EL MALESTAR ANTE LA CREACION DIVINA — LA MUERTE NUNCA CAMBIA DE TEMA — EL INFINITO ANTES DE NACER Y EL INFINITO POSTERIOR A LA MUERTE — ABANDONO DEL COLEGIO — TRABAJOS, MUJERES Y LECTURAS DURANTE LA ADOLESCENCIA — EL HUMOR EN LA LITERATURA — ADÁN Y EVA — IDEA DE LA MUERTE ENTRE LOS GRIEGOS — DIOS — NO ME GUSTAN LOS ESPEJOS — VALÉRY Y RIMBAUD — El cementerio marino y Una temporada en el infierno — ABANDONO DE LA LITERATURA POR PARTE DE RIMBAUD. UNA INTERPRETACION RELIGIOSA — LOS POETAS MALDITOS — MI ESCUELA DE DICCION POÉTICA FUERON LAS OBRAS DE BAUDELAIRE Y DE NERVAL — SOMOS UNOS ÁTOMOS QUE ESTÁN SIEMPRE COMO ORDENÁNDOSE EN LAS MANOS DE UN MAGO.

III: COMIENZOS TEATRALES — EN REALIDAD QUERÍA SER DIRECTOR DE CINE — LIBROS DE CINE — EL CINE Y EL TEATRO ARGENTINOS DURANTE LA DICTADURA — LA VIDA ARTÍSTICA SE CORRESPONDÍA CON LA VIDA POLÍTICA — BORGES Y LOS MILITARES — LOS GRANDES ESCRITORES NUNCA SE DISTRAEN — POETAS Y DICTADORES — STALIN Y NERUDA — NERUDA, HOY, NO TENDRÍA A QUIEN ENTONARLE LOAS — STALIN NO FRACASÓ — EL COMUNISMO EMPRESARIAL DEL FUTURO: TROTSKY CONTRA STALIN — IMAGINAR EL FUTURO ES SOÑAR — LA DIALÉCTICA — DURANTE LA DICTADURA LA LUZ LA ENCONTRABA EN LOS LIBROS — MÉTODOS DE OBSERVACIÓN — Nuestra Señora del Abasto. SU GÉNESIS — UNA OBRA PARA BALLET — “MARIPOSAS SOBRE LOS GUERREROS MUERTOS Y SOBRE LOS VENCEDORES DORMIDOS” — LIBROS DE LECTURA OBLIGATORIA PARA LOS HABITANTES DE UNA GRAN CIUDAD — ¿EXISTEN PUEBLOS CULTOS? — EL CÓDIGO Y EL SUPERHOMBRE — HOY ES MÁS IMPORTANTE HOMINIZAR AL HOMBRE QUE HUMANIZARLO — LA CULTURA TIBIA — EL DEPORTE Y LA MÚSICA ROCK: PUNTAS DE LANZA CON QUE LA EMPRESA BUSCA INSTALAR UNA CIVILIZACION DE CERVEZA Y GRAFFITI — EL ABANDONO DE LA PALABRA — EL SILENCIO ES UNA BRUMA QUE OCULTA LOS DESMANES DEL TIRANO — EL MAESTRO.

IV:  CONOCÍ AL MAESTRO EN EL 77, MIENTRAS TRABAJABA EN UNA OBRA DE MOLIÈRE — EL NOMBRE HUGO MARÍN NO ME DECÍA NADA — DESLUMBRAMIENTO ANTE SU GENIALIDAD TEATRAL — COSTUMBRES DEL MAESTRO — PERSONAJES DE ESE TIPO SON UN REGALO DE LA CIUDAD — REVELACIÓN “HUMANA” DEL MAESTRO — SUS GRANDES PUESTAS EN ESCENA DE OBRAS DE SHAKESPEARE Y DE ESQUILO — NADIE ERA UN ACTOR O UNA ACTRIZ ANTES DE TRABAJAR CON ÉL — MIENTRAS LOS OTROS ACTORES PASABAN EL DÍA BUSCANDO TRABAJO EN LAS PRODUCTORAS DE CINE Y DE TELEVISIÓN, YO LO PASABA BUSCANDO LIBROS DE TEATRO — EL TEATRO COMO ABSOLUTO — LA DESAPARICIÓN TEMPORARIA DEL MAESTRO — DE DESTINOS Y DE ORÁCULOS — ÚNICAMENTE CAMBIANDO LA CONDICIÓN INTERIOR PUEDE ESQUIVARSE EL DICTAMEN DE UN ORÁCULO — EL LENGUAJE DE DIOS — LA INTELIGENCIA HUMANA VE A CONTRALUZ — EL MAESTRO Y SU PODER DE EVOCACIÓN — UN POSEÍDO POR EL TEMA.

V:  TRAS EL RASTRO DEL MAESTRO — UN ADÁN MALIGNO — TODOS ERAN “RAZONABLES” CON EL MAESTRO — RODRÍGUEZ MUÑOZ Y SU TEATRO-LABORATORIO — Las tres hermanas DE CHEJOV — NO ES CON LA VOZ “COMÚN” COMO DEBE RESOLVERSE LA APUESTA QUE LE PROPONE CHEJOV AL REGISSEUR — LOS PERSONAJES CHEJOVIANOS — EL ACTOR EN LA HOGUERA — NUNCA SE INTENTÓ HABLAR DEL SILENCIO DESDE EL SILENCIO MISMO — ZEN Y TEATRO — NUESTRAS PALABRAS RARAMENTE ESTÁN “CARGADAS” — LAS NIEBLAS DE TURNER Y LAS MANZANAS DE CÉZANNE — EL MOTIVO DE ALADINO — LA PUESTA EN ESCENA IDEAL DE UNA OBRA DE CHEJOV — EL ARTE NO ES MÁS QUE LA VIDA EN ESTADO DE ATREVIMIENTO — LA PROFUNDIDAD DE LO COMÚN — LA “PARED” DEL MAESTRO — Romeo y Julieta Y Coriolano — MI PRIMERA EXPERIENCIA COMO DIRECTOR — CHARLA CON EL MAESTRO EN UN BALCÓN — “¿SERGIO BRAU?” — DE NUEVO SOY “IRRAZONABLE”.
 
VI: UN OCÉANO LLAMADO Una temporada en el infierno — EN UNA NAVEGACIÓN LAS DUDAS Y LAS INCERTIDUMBRES SECAN LA GALLETA Y PUDREN EL AGUA — EL MOTIVO DEL SALMÓN — DE ENSAYOS Y DE OBSTÁCULOS — EL MUNDO ES OPINIÓN — LO HUMANO HA CORREGIDO UN POCO  EL CAOS DE AFUERA DEL MUNDO — YA NO HAY NATURALIDAD EN EL MAL — EL PARAÍSO FUE ALGO QUE SOÑÓ ADÁN — EL PRESENTE SIEMPRE MEJORA LO PASADO — LAS RESISTENCIAS DEL MAESTRO — ESE REINO DE DIOS, EL VERANO — TRAS PENETRAR CADA DÍA EN LA ATMÓSFERA DE LA Temporada REGRESÁBAMOS A LA REALIDAD AGUERRIDOS Y “OTROS” — CONVERSACIONES NOCTURNAS CON EL MAESTRO: MI ESCUELA DE DIRECCIÓN TEATRAL — LA VERDADERA ILUSIÓN LE PERTENECE AL TEATRO, NO AL CINE — EL ESTRENO DE LA Temporada SE ME PRESENTÓ COMO UNA CULMINACIÓN, NO COMO UN INICIO — SEPARACIÓN DEL MAESTRO — COMIENZOS DE UN NUEVO PROYECTO — Una temporada en el infierno: LA “DIVINA COMEDIA” DE UN ALMA PAGANA — DANTE Y RIMBAUD: COINCIDENCIAS Y DIVERGENCIAS — ESTRENO DE LA “VERDADERA” Temporada.

VII: RIMBAUD DURANTE LA GUERRA DE LAS MALVINAS — EL SECRETO DE UN HECHO ARTÍSTICO: CÓMO SE PLANTEÓ EL PROBLEMA Y CÓMO SE LO SOLUCIONÓ — LOS MILITARES, EL MAESTRO Y LAS Vidas Paralelas — ESCENIFICACIÓN DE POEMAS DE NERVAL Y DE BAUDELAIRE — LOS HOMBRES SOLEMOS DESESPERARNOS ANTE LA VIDA; LAS MUJERES, ANTE SU VIDA — CON LA MUERTE LA MUJER PROCURA HUNDIRSE TODAVÍA MÁS EN LA VIDA — LO FEMENINO ANTECEDIÓ A LO MASCULINO — LOS HOMBRES DEBERÍAMOS CURARNOS DEL VIRUS DE LO ABSTRACTO — LOS NÚMEROS, LAS ESTADÍSTICAS Y LAS FRASES HUECAS CONVIERTEN A HOMBRES Y ANIMALES EN SILUETAS DE CARTÓN HACIA DONDE SE ORIENTAN EL MISIL Y LOS FUSILES DE CAZA — DISFRAZADA DE HOMBRE, LA MUJER ACRECENTARÁ LAS TARAS DE LA MASCULINIDAD — A NINGUNA DIOSA SE LE OCURRIRÍA ARROJARLE ASTEROIDES A LA TIERRA — DE POEMAS Y DE TRADUCCIONES — LA “INJUSTICIA” DE LAS CRÍTICAS ELOGIOSAS.

VIII: ESCENIFICACIÓN DE Las flores del mal DE BAUDELAIRE — HERIDO EN MI FE TEATRAL, ABANDONO LA ACTUACIÓN Y LA DIRECCIÓN — VIVÍA COMO SOBRE ARENAS MOVEDIZAS — CLAUDEL Y SU Libro de Cristóbal Colón — COMIENZO A DESCUBRIRME ESCRITOR — LA JUSTICIA POÉTICA — LOS NIÑOS, ESOS GRANDES ESCRITORES — QUIZÁ DIOS NO ES MÁS QUE UN NIÑO — PRIMEROS TRABAJOS LITERARIOS — LA MUERTE DEL MAESTRO — “CÓMO SE LLEVAN NUESTRAS AMBICIONES LOS MUERTOS QUERIDOS” — SHAKESPEARE: UNA POSIBILIDAD DISTINTA DE ESCENIFICAR SUS OBRAS — NOSOTROS SOMOS UNOS CEROS A CUYA IZQUIERDA NUESTROS PADRES PUSIERON UN NÚMERO — SE PUBLICA MI PRIMER LIBRO.

NOTA:
En esta página web se reproduce únicamente la Entrevista I.

 

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I. EL PRINCIPIO PRINCIPAL — EL TELÓN NO SE DESCORRIÓ MUY FÁCILMENTE PARA MÍ — LE DUR DÉSIR DE DURER — MI ABUELO ESCRITOR QUE NO CONOCÍ — “PUES EN LO INTERIOR SÍ ESTÁ HECHO”  — EN LA BIBLIOTECA DE MI OTRO ABUELO — LA CENIZA DE LOS COMICS Y DE LA TELEVISIÓN — LA ORATORIA DE LA VIDA — EL AMOR, ESA CONFUSIÓN CON VUELTAS DE ESPIRAL — “¿QUÉ TIENE ESTE MUCHACHITO ADENTRO?” — LO REAL ES SOLAMENTE EL HUMO QUE SURGE DE LAS GRANDES FÁBRICAS DE LO VERDADERO — EL CINE DE MI PADRE — DE ACTRICES Y DE ENAMORAMIENTOS — ORSON WELLES, EISENSTEIN, FELLINI — LAS BARATIJAS DE HOLLYWOOD — ES UNA ESTÚPIDA PETULANCIA DE ADULTOS CREER QUE LA EDAD GARANTIZA EL ENTENDIMIENTO — NO FALTA MUCHO PARA QUE SHAKESPEARE DEBA SER TRADUCIDO AL INGLÉS — DE LO QUE DURA A LO QUE PASA — INFINIDAD DE NIÑOS VUELAN — EL MAL — LA GROSERÍA DE LAS CONCEPCIONES RELIGIOSAS OCCIDENTALES — EL MAL ECOLÓGICO — EN EL FUTURO NO SE ASESINARÁN NI NIÑAS NI MARIPOSAS.

 

 

 

Pregunta: ¿Comenzamos por el principio?
Edgar Brau: ¿Por el principio literario?

P: No; por el otro. El principio principal. ¿Cómo fue?
EB: Principal... Bueno, finjamos que es así, ya que él permite los otros principios. ¿Cómo fue?... Ah, el telón no se descorrió muy fácilmente para mí. Por no sé qué ridículo tema de pudor mi madre había decidido que me daría a luz en su casa, asistida por una mujer conocida de ella con experiencia en esos trances. Pero las cosas se complicaron; mi cabeza resultó ser un poco más grande de lo normal; no podía nacer. Mi padre cortó entonces por lo sano y la llevó a mi madre a una clínica, donde el médico que los recibió declaró que yo nacería muerto, ya que se había perdido demasiado tiempo. Se reanudó no obstante el trabajo de parto, hasta que al fin, con la ayuda de fórceps y con todo tipo de tareas de reanimación luego, también a mí se me dio ese día la oportunidad de figurar, en el futuro, en las guías telefónicas. Pero a punto estuve de pasar, sin transiciones, del Padre al Padre, como dicen los teólogos cuando quieren resumir el breve tránsito de Jesús por esta tierra.

P: ¿Hubo consecuencias?
EB: Si se refiere a mi reacción por ese... abuso de confianza de los médicos al separarme de mi madre con tenazas, no, ninguna; no soy rencoroso.
 
P: Me refería a su salud.
EB: Sí, ya sé... Pero el humor es uno de mis defectos... No, ninguna consecuencia; enseguida me recuperé. Usted ha visto una foto que me tomaron a los cuatro meses de edad; y su comentario fue: “Un leoncito”. Bueno; así también me recordaban mis padres luego de ese contratiempo. En cuanto a lo mental, durante años le achaqué a ese nacimiento tan accidentado (los fórceps pueden producir lesiones en el cerebro) un cierto renacentismo de temperamento, para decirlo con elegancia. Sin embargo, finalmente me convencí de que se trataba de un atributo de familia. Como solía decir mi abuela materna, citando un refrán gauchesco relacionado con caballos, resulta muy arduo encontrar entre mis ancestros un manso para acollararlo con un arisco.
 
P: Me consta ese renacentismo. Al menos aplicado al teatro. Pero no quiero adelantarme. Ni tampoco dejar pasar algo; ¿por qué esa ironía sobre las guías telefónicas?
EB: Bueno, algo sin importancia. Una burla de paso al deseo humano de gloria, ese dur désir de durer con el que, según Paul Éluard, comienza todo intento humano, fundamen-talmente el artístico.

P: ¿Una burla que vendría a ubicar a Smith y a Shakespeare, en cuanto a la gloria se refiere, en una misma tumba de papel?   
EB: Algo así. Sí; muy bien… ¿Qué pasa?...

P: ¿Nada más que eso? Me pareció que había algo más. Que acusaba de banalidad a la vida.
EB: Dejemos tranquila a la vida. En todo caso los banales somos nosotros. Mire, como en la parábola bíblica de los talentos, pero a un nivel cósmico, la vida es el talento que se nos da. Y nosotros, como humanidad, los responsables de no arruinarlo. Por ahora el saldo es negativo, eh.

P: Y en cuanto a sus talentos, ¿cómo siente que se comportó respecto a ellos?
EB: Quizá no del todo responsablemente. Pero creo que todavía estoy a tiempo para rectificarme. En cualquier caso, el infierno que resulte de un mal uso me alcanzará solamente a mí.

P: Me gustaría discutir eso. Pero ahora quiero que sigamos con sus comienzos. ¿Cómo era su familia? En sus Diarios hay una alusión a su abuelo escritor.
 EB: El padre de mi padre, que murió cuando su hijo tenía un año. Un escritor que nunca publicó nada y de quien además no quedó nada, ni una foto. Apenas si me enteré, ya de grande, de que escribía poemas. Se encerraba días enteros para escribir, lo cual era una especie de escándalo para mi abuela. Sospecho que por ese lado puede explicarse la desaparición de sus papeles, la desidia que permitió esa desaparición. La poesía suele ser el gran enemigo no solamente de casi todas las madres (recuerde el poema Bendición de Baudelaire, esa madre que preferiría haber concebido un nido de serpientes antes que la pobre irrisión de su hijo poeta) sino también de muchas esposas (y para éstas se agregan los libros). Pero el hecho es que no quedó nada.

P: En esa alusión de que hablé, usted le da a esa fatalidad un matiz que de algún modo la vuelve positiva.
EB: Acudiendo a una frase de Goethe: “Pues en lo interior sí está hecho”. Es decir, en el fondo cualquiera de nuestros actos creativos se realiza para lo absoluto, se completa, de algún modo, en lo absoluto. Y como digo allí, cuanto mejor algo está hecho en ese interior que trasciende lo real, esto es, cuanto más desinteresado e ineludible sea nuestro acto, quizá tanto más necesaria y provechosa sea también la fatalidad que conduce a ese algo hasta su destino verdadero, un destino posiblemente más venturoso, en el caso de unos poemas, que el que pueden darles cien ediciones.
Acaso, se me ocurre ahora, ese “interior” sea algo así como una gran usina que irradia energía creadora hacia otros pupitres. Acaso los poemas desaparecidos de mi abuelo hayan encontrado algún cobijo, diseminándose hasta volverse irreconocibles, en los poemas de tal o cual autor famoso.

P: O en los de su nieto.
EB: Sí; por qué no. El abuelo disfrazado de Musa. La empresa familiar.

P: ¿Cómo era su vida alrededor de sus diez años?
EB: Como la de cualquier otro chico, creo. Colegio (un colegio religioso), vida al aire libre, deportes (fútbol, básket, rugby, mucho remo), lecturas. Al colegio iba de mañana. Las tardes, sobre todo las primeras horas, las pasaba casi siempre en lo de mis abuelos maternos, que vivían cerca de casa. Allí me dedicaba a leer y a enloquecerlo con preguntas a mi abuelo, que era uno de esos hombres que parecen haberlo leído todo. El recuerdo que tengo de esa época me lo presenta a él junto a su biblioteca, fumando su pipa y leyendo, y a mí buscando algo interesante entre los volúmenes. Porque él nunca me sugería ningún libro. Confiaba más en mi curiosidad o en al azar, que, convengamos, era un azar como controlado, sin posibilidades de algo negativo, ya que todos eran buenos libros. Si un autor me resultaba desconocido (y en ese tiempo muchos me resultaban desconocidos), lo consultaba a mi abuelo, que me daba entonces una especie de introducción y luego sí yo me enfrentaba a la obra. Y ello con autores del tipo de Bossuet, de Swedenborg, de Pascal, o sea nombres que no suele frecuentar un chico.
Había tardes en que yo pasaba, un poco al ritmo de las pausas en que mi abuelo recargaba su pipa, de Poe a Joubert (él apreciaba mucho a los moralistas franceses) o de Shakespeare a Goethe, con alguna breve (en esa jornada) incursión por Esquilo o Dante. Curiosamente también, pocas veces él me preguntaba mi impresión acerca de lo que yo había leído, quizá porque ya en ese tiempo yo sentía gusto en releer, y seguramente mis relecturas lo informaban más que cualquier opinión. 

P: ¿Qué releía?
EB: Bossuet, justamente; Pascal; ciertas historias de Chejov, uno de los autores preferidos de mi abuelo; ciertos pasajes de La Divina Comedia que me habían impresionado; algo de Esquilo, mi griego favorito ya en ese tiempo. Las Oraciones fúnebres de Bossuet me encantaban, tal vez porque amplificaban, llevándolas hacia una magnificencia un tanto teatral, las enseñanzas más modestas, en cuanto a pompa oratoria, de las clases de Religión que recibíamos por ese tiempo en el colegio. Todavía recuerdo una frase de la Oración dedicada a Enriqueta Ana de Francia, personaje cuyo amor por los escritores y artistas le había merecido en ese momento mi simpatía: “¿No era ya bastante que Inglaterra llorase vuestra ausencia, sin que se viese obligada a llorar también vuestra muerte?” En suma: oscuramente yo sentía que ése era el modo en que debía hablarse de algo tan portentoso como Dios; o de las cosas de la historia que el orador ponía en relación con Dios. Y como en ese tiempo teníamos misa todos los días, los pobres curas pasaban, en el momento de pronunciar su sermón y sin sospecharlo, por una suerte de fiscalización llevada adelante por un alumno de once o doce años sentado en algún banco en alguna de las hileras, el cual buscaba (el cual quería encontrar) en esos sermones algo de la grandeza discursiva de Bossuet.

P: ¿No era mucha púrpura para alguien tan joven?
EB: ¿Y no es mucha ceniza la de los comics y la de la televisión para el “alguien tan joven” de hoy?... Exceso por exceso... Pero entiendo a qué se refiere. Al respecto, le contaré algo que la dejará, tal vez, más tranquila.
Fue justamente un día en que llevaba el libro de Bossuet conmigo (era verano y en esa estación siempre estaba debajo de algún árbol leyendo) cuando me enfrenté de golpe a mi primera visión de “hombre”. Serían las cinco de la tarde. Yo estaba en el jardín de mi abuelo, que daba a la calle, releyendo algunas de las Oraciones, pero sin demasiada constancia, ya que me atraía más el paso de unas nubes muy bajas y como tropicales en cuanto a su colorido. Entonces apareció un chico amigo para invitarme a un partido de fútbol. Le dije que sí y él se fue en busca de otros chicos. Pero enseguida las nubes y la retórica bosuetiana me hicieron olvidar el partido. Cuando me acordé corrí hasta la casa del chico, que era una farmacia. El padre me dijo que lo buscara en el fondo. Fui allá y como no conocía bien la casa lo llamé por el nombre. No contestó nadie. Avancé un poco por un pasillo y me topé con esto: la hermana melliza de mi amigo, que acababa de tomar un baño, se encontraba unos metros más allá, secándose, pues al parecer el calor en el baño era excesivo. Me había oído, por supuesto, pero simulaba ignorarme (¡la malicia de las mujeres! diría Molière).
Yo estaba fascinado y no hacía más que recorrer ese cuerpo blanquísimo y ya de mujer, más o menos en la mitad del cual un manchón renegrido, igual a un nido hecho de plumas, parecía irradiar un influjo que me encendía y debilitaba a un tiempo; era una sensación que yo no conocía. No sé cuántos minutos (un instante, seguramente) mis ojos quedaron después atrapados por el pequeño triángulo negro. No sé incluso cómo me mantuve en silencio cuando a continuación, y sin yo moverme, me ocurrió lo que según la leyenda le ocurrió a Nijinsky en el escenario al bailar por primera vez El preludio a la siesta de un fauno, la escena en que se echa sobre el pañuelo que abandonaron las ninfas al huir. Solamente me acuerdo de que retrocedí, asustado de que ella pudiera verme (pero ella, claro, había decidido no verme), me dirigí hasta la casa de mi abuelo y, mire mi inocencia, me acomodé de nuevo para leer el Bossuet en la misma pose en que me había encontrado mi amigo. Pero no reconocía las letras, y para colmo en lo alto las nubes parecían estar imitando esas formas femeninas cuya luminosidad había llenado como de un milagro ese pasillo común de una casa también común. Me quedé ahí hasta que anocheció. Entonces volví a casa.
 
P: En definitiva: otro jovencito en el instante de enfrentarse con la oratoria de la vida. 
EB: La oratoria de la vida, sí. El discurso que nos transforma en conversos. Para los varones, el templo comienza a ser ahora la mujer, y la oración, tal o cual nombre femenino.

P: ¿Tiene la costumbre de orar mucho?
EB: (Después de sonreír.) No sé por qué pero me parece que en realidad trata de preguntarme si soy de los que cambian mucho de oración

P: No me opongo a que enriquezca mis preguntas con suposiciones.
EB: Que tontamente me pueden llevar adonde no quiero... En fin; interrogado o autointerrogado, lo que cuenta es la respuesta. Y le contesto así: aun cuando cambie de oración, creo que nadie olvida nunca la que recitó un cierto tiempo —con la condición, claro, de que la haya recitado fervorosamente—. La lleva, como diría un autor de tangos, en el corazón. Que es el sitio donde se ubica todo aquello que alguna vez nos flechó la cabeza. Porque la historia es al revés; son nuestras cabezas los blancos de Cupido. Los dibujos tallados en los árboles están equivocados. Aunque es más estético, claro, un corazón traspasado que una cabeza. Y más fácil de asimilar en cuanto a su significado.

P: Vendrían a ser, el corazón con su flecha atravesándolo y sus iniciales (y siempre que aceptemos su teoría) si no la verdad objetiva, sí la verdad poética.
EB: Sí; algo así como la espada que corta el nudo imposible, la flecha de luz que permite entrever algo en ese cuarto sin ventanas, en esa confusión con vueltas de espiral que es el concepto del amor. No por nada, según ciertas mitologías, el Amor nació de un huevo que puso la Noche y empolló después con sus alas negras. Nosotros (nuestras cabezas) nos aventuramos en esa neblina, danzamos semiconscientes su zarabanda interior, y sólo podemos darnos cuenta de algo cuando cesa el tumulto y miramos entonces, como se miran las alforjas después de una campaña, qué ha quedado en nuestro corazón.

P: Algo semejante a un proceso alquímico.
EB: Algo semejante. En realidad, el Opus nigrum de los alquimistas, el proceso de unión de dos elementos contrapuestos, la disolución de éstos por la acción del fuego y después, tras el inevitable enfriamiento, la pepita de oro ( o no) entre las cenizas. Ésa es la vía de nuestras grandes relaciones amorosas. O de una gran relación amorosa. Lo que quiero destacar es que una vez conseguido aquel oro, nada podrá destruirlo ni ocultarlo. Y para bien o para mal, nuestro corazón deberá transportarlo siempre.

P: ¿Es inevitable aquel enfriamiento?
EB: Es inevitable, quizá, que Eros se convierta en Amor. Si esto no ocurre (y a veces aunque ocurra), él emigra entonces en busca de las primaveras de otras tierras. Y todo recomienza. 
 
P: Todo vuelve. Volvamos a su infancia. Me dejó pensando esa compulsa de una cabeza tan joven con las cabezas (con el pensamiento) de esos personajes.
EB: Bueno, a ver. Primero: no hay que subestimar las cabezas “tan jóvenes”. Siempre, siempre, siempre, algo queda. (Hágame después acordar de contarle una anécdota.) Segundo: al permitirme aquello, mi abuelo no pretendía hacer de mí un Platón enano, sino familiarizarme con los grandes hombres y las grandes obras, crear una especie de humus fertilizador. No se trataba de transformar el sauce en un álamo o en un jacarandá, sino, en cualquier caso, de darle más fortaleza y resistencia. Y creo, en fin, que mi abuelo permitía todo ello porque yo no era el chico debilucho y corto de vista que pasa el día en un rincón leyendo libros con las piernas cruzadas. Su política, siempre, era compensar. Y vaya si tenía para compensar conmigo.   

P: Ha terminado por despertar mi curiosidad por ese abuelo. Hábleme un poco de él.
EB: Era un español de la región de Cataluña que había venido a la Argentina de niño, con sus padres, un catalán y una aragonesa. La vida no le resultó fácil. Ya durante el viaje en barco murió uno de sus hermanos, un bebé. La costumbre era arrojar el cadáver al mar. Pero la madre de mi abuelo no se rendía así nomás. Peleó como una leona (esta imagen era la que circulaba en mi familia) y al fin logró que el capitán le permitiera conservar el cuerpo de su hijo muerto hasta llegar al próximo puerto, que era Río de Janeiro. Allí lo sepultaron y luego la familia siguió viaje hasta Buenos Aires. Esa bisabuela mía era un personaje. Cuando una vez una de sus hijas iba a tener un chico y el nacimiento se retrasaba, hizo llenar una bañera con agua tibia, la ubicó allí a la parturienta y enseguida nació el bebé. Una adelantada, como puede ver, en eso de los partos bajo el agua.
Pero volviendo a mi abuelo, él vivió un tiempo en Buenos Aires, y cuando el padre murió en un accidente, se largó, siendo todavía bastante joven, a recorrer el sur de la Argentina. Fue juez de paz en Río Negro, comerciante en Chubut, en Bahía Blanca, en Olavarría. Allí nació mi madre. Y allí también volvió a casarse cuando mi abuela murió, muy joven, de difteria. Con su nueva esposa (la hija de un estanciero italiano de la zona de Olavarría, que para mí es mi verdadera abuela materna) y sus tres hijas pequeñas se trasladó a la provincia del Chaco, para dirigir una sucursal de la empresa Swift que acababa de ser inaugurada cerca de Resistencia. Pero al poco tiempo de asumir discutió (nadie es manso en mi familia, ya lo dije) con alguien y abandonó la empresa. Abrió una tienda y, misteriosamente, ya que no le gustaba el calor (y allí hace mucho calor) se quedó en esa provincia más de veinte años. Cuando alguna vez le hablé de eso, se limitó a decirme, con un guiño, que lo había hecho para que mi madre conociera allí a mi padre y yo pudiera nacer.       

P: Bien entendido, además de la vida le debe usted más de veinte años de sudores a su abuelo.
EB: Le debo tanto... Era tan paciente con mis travesuras. Creo que me quería bien, aunque sospecho también que él hubiera preferido que yo fuera en ese entonces un poco más calmado, un poco más dulce (“Esos ojos. ¿Qué tiene este muchachito adentro?” solía repetir); pero en fin, yo era lo que era. Murió acá en Buenos Aires, cuando yo tenía veintitrés años, totalmente parecido a Thomas Mann con sus ojos celestes y su bigote.

P: No se enteró, por supuesto, de que tenía un nieto escritor.
EB: No, no. Alcanzó, sí, a verme en el teatro, actuando en una pieza de Molière. Pero me hubiera gustado que se enterara de que no era eso, la actuación, lo que tenía aquel “muchachito” adentro. O al menos no era lo que ocupaba más sitio.

P: ¿Era el escritor?
EB: Creo que sí. El que empieza a preferir las ensoñaciones a la realidad. El que capta, instintivamente, que lo real no es más que el humo surgido de las grandes fábricas de lo verdadero; algo como una tos que se superpone a las voces de un coro angelical. Y que gusta entonces de capturar algo de la vida verdadera elaborada en esas factorías enviando hasta ellas la gran nave capitana de la imaginación. Aun así, yo no escribía en ese tiempo. Me contentaba con imaginar, unas imaginaciones que se diluían para renacer en otras que se refugiaban, como para reponerse y hacer también un recuento de su botín, en ese entrecruzamiento de estudio, juegos, lecturas, dibujo, cine, caza, pesca, vagabundeos por el bosque, que constituía mi vida en ese entonces. Pero por supuesto, y aunque no era yo sin duda demasiado consciente, esas exploraciones por las factorías de que hablé robustecían las alas de mi imaginación, mientras que la vida “real” me proveía el carbón para mi futura caldera de escritor.

P: A quien todo le sirve para hacer un buen fuego. Hábleme un poco de ese cine que nombró.
EB: El cine de mi padre. Mi escuela “nocturna”, por decirlo así, ya que sólo había funciones durante la noche. Se daban dos películas por día, y mi padre, como yo debía levantarme muy temprano para ir al colegio, pasaba primero la mejor de las dos, de modo de permitirme verla. De los siete a los diez años vi una cantidad muy considerable de películas. Los fines de semana, por supuesto, veía las dos. La selección de filmes era muy ecléctica, ya que se exhibían películas recién estrenadas y también películas viejas. Así, una cinta (el modo que tenía mi abuelo de llamar a las películas) de Fellini podía estar acompañada de un western, o podía también encontrarse un Bergman entre un filme de guerra y un policial. Al atardecer yo subía a la sala de proyección para ver cómo el operador pasaba los rollos de película por una moviola para controlar que no tuvieran cortes. Cuando el celuloide tenía algún detalle en el borde, él cortaba dos o tres cuadros y pegaba después los extremos con acetona, cuyo olor recuerdo todavía muy bien. Yo recogía los cuadros, los fotogramas, para verlos después en uno de esos artefactos pequeños que amplifican las fotografías. Si se trataba de alguna actriz hermosa lo guardaba o se lo regalaba después a algún compañero en el colegio. En ese tiempo más o menos nos conformábamos con las caras. No existía ningún Internet para llevar la pornografía a domicilio.

P: ¿Se enamoró en esos días de alguna actriz?
EB: ¿De alguna?... ¿Por qué me supone tan avaro? ¡De todas!... Y más que nada de las de antes. De Katherine Hepburn, de Liz Taylor, de Olivia de Havilland, de Deborah Kerr, de Claudia Cardinale, de las rubias sedosas y lujosas tipo Virna Lisi o Lana Turner; de Ingrid Bergman, de la Gene Tierney de Laura, de Laureen Bacall; de la Kim Novak de Vértigo, de su maravillosa cabeza plateada ondulando, como una mariposa blanca, por entre la rigidez de toda esa ingeniería y toda esa arquitectura en colores pastel de una San Francisco que parece surgir, en fragmentos, desde las hondonadas de un sueño... De Brigitte Bardot, de Catherine Deneuve; de las que vinieron después... ¡Ah, qué mujeres!... O mejor dicho: ¡qué mujeres las mujeres!...

P: Cálmese; ya tocaremos ese tema.
EB: Tocar... Qué rápido encontró la palabra justa para todo eso. La felicito. A Flaubert le costaba mucho más.

P: No sea tan irónico y dígame más bien si al escribir su relato Casablanca tuvo presente ese cine de su padre.  
EB: En realidad, comencé Casablanca con la idea de escribir un relato fantástico que fuera también un homenaje a ese cine de mi infancia, es decir quería que el cine, el edificio, tuviera mucha más participación; pero ya con los primeros párrafos me di cuenta de que la historia quería ir para otro lado. Y como nunca deben contradecirse los intereses de un relato, resolví dejar el homenaje para otra oportunidad. Ya lo haré. Y con una historia fantástica, como dije.       

P: Qué opinaba su abuelo de esa educación paralela y nocturna.
EB: A él no le gustaba el cine. Era un hombre muy austero, criado con ese espíritu de renuncia a las comodidades y a los entretenimientos que suele tener, que solía tener, más bien, en aquellos tiempos la gente de la Patagonia. Creo que si fue dos veces al cine de mi padre (y tres o cuatro a cualquier cine) es mucho. Él era un hombre de lectura. “Dos cosas —decía Kant— llenan el corazón del hombre: el cielo estrellado encima de él y la ley moral en su interior.” La lectura y esta ley moral en su interior llenaban el corazón de mi abuelo.
 
P:  ¿Era un hombre religioso?
EB: Era un hombre ético. Y como la ética es el Código de Dios (la moral el Código del hombre), era, aun a pesar de él, un hombre religioso.
Pero volviendo al cine, aunque no le gustaba, como dije, él nunca se oponía a que yo le hablara de las películas que me habían impresionado. Muchas veces incluso me ayudaba a entender algún aspecto que no me había resultado muy claro. Me acuerdo del caso de Citizen Kane de Orson Welles. Cuando yo le mencioné la mansión fabulosa de Hearst, el personaje, y la ley que imperaba ahí, él improvisó un paralelo con La ciudad de Dios de San Agustín. Y aunque con eso no logró seguramente hacerme penetrar mucho más en el significado de la película, sí me advirtió, indirectamente, de la existencia de un libro y de un autor que más tarde o más temprano yo tendría que investigar.

P: ¿Y con su padre; no discutía usted las películas que veía?
EB: Mi padre tenía una muy buena cultura cinematográfica y hablábamos, por supuesto, de películas. Pero me resultaba más fácil hacerlo con alguien que no había visto el filme. Quizá porque me daba la oportunidad de repasarlo mientras le transmitía el argumento. Noté también que se profundizaba más el análisis si mi interlocutor no lo había visto. En vez con mi padre o con alguien que conocía la película, todo se terminaba antes; las coincidencias enfriaban la discusión.
A propósito de Casablanca, cuando se la describí a mi abuelo no encontró mucho para hincar el diente. De algún modo fue traicionado, creo, por su austeridad: se distrajo de la película para detenerse en ese mundo de seres que vivían al parecer nada más que para tomar unos tragos cada noche, todo un escándalo para él.
En cuanto a la intriga de la película, no le resultó a mi abuelo nada especial. Pero la intriga, claro, es lo de menos en una gran película. ¿Qué intriga tiene Amarcord; o la misma Citizen Kane? Como el motivo en la novela, la intriga apenas cuenta, quiero decir si uno busca algo más que entretenerse un rato. Y en las obras importantes donde sí hallamos una intriga atrapante, como en Shakespeare, los momentos sublimes son justamente aquellos en los que el autor abandona la intriga para situarse en los promontorios de la poesía y el pensamiento grandes. Con el tema de Hamlet este o aquel autor escribe una sanguinolenta novela policial; Shakespeare escribe Hamlet.
En fin; más o menos esto recibía yo de mi abuelo luego de relatarle, con la ilusión de quien cree estar comunicando un todo sublime, el argumento de la película que acababa de ver.
 
P: Usted trataba de llevarlo al cine a su abuelo y él terminaba por llevarlo a usted a la biblioteca.
EB: Pasaba eso, sí. Y si no me llevaba en ese momento, me “infectaba” de tal modo que después de años iba yo solo, y por este o aquel motivo relacionado casi siempre con esas discusiones de entonces.
Con respecto al cine, después que crecí volví a ver, por supuesto, la mayoría de las películas que había visto de niño. Ahora las entendía mejor, pero en ese entendimiento mejorado operaba sin duda la visión anterior, igual que con los libros operaban, en términos de esa familiaridad y de ese asedio que permiten entreabrir las puertas de la percepción y de la comprensión, esas lecturas previas que no habían sido más que un acercamiento.

P: Después de haber visto tanto cine, ¿cuáles son hoy sus películas favoritas?
EB: En primer lugar, muy en primer lugar, Citizen Kane de Orson Welles, un genio que apenas parece tener algo que ver con el cine norteamericano; lo excede tanto y por tantos lados... Hollywood, con las tonterías de su producción anterior (en la que las excepciones, como siempre, no hacían más que confirmar la regla) y con las super tonterías de su producción actual, parece, en términos cinematográficos, el nombre de una provincia de un país perdido en algún mapa cuando se lo confronta con el nombre Orson Welles. Y los canallas comedores de oro que mandaban ahí lo sabían muy bien; por algo le hicieron la vida imposible.

También unas cuantas películas de Bergman, un director irrepetible. El más profundo, quizá, en la historia del cine. El único director cinematográfico que es también un escritor de nivel. Me parece que él consiguió algo muy importante: que el lenguaje literario y el cinematográfico se unan de un modo perfecto, algo que nunca sucede; ninguna obra literaria fue nunca adaptada con éxito. Y logró eso por sus cualidades de escritor. Algunos de sus guiones pueden tranquilamente integrarse a la literatura. Un director ejemplar también en otros aspectos: en la puesta en escena de sus películas, en la elección y dirección de sus actores. En este rubro, el de la actuación, sus obras son una verdadera escuela. Fanny y Alexander, por ejemplo (la vi unas cinco o seis veces), si bien no la considero una gran película, está llena de aciertos de todo tipo, de sutilezas increíbles. Y en cuanto a la actuación, hasta un gato negro que se atraviesa por ahí está magnífico. Tiene, claro, Bergman, como todo autor prolífico, sus lunares. El huevo de la serpiente, por nombrar uno de ellos, una película totalmente ridícula (apenas si se salva la siempre maravillosa Liv Ullman), con el semichino aprendiz de actor de David Carradine como protagonista. Habrá que pensar que ese desastre se debe a que lo peor de Hollywood metió sus uñas sucias en el film, unas uñas tan sucias que ni Bergman pudo evitar ser contaminado. Creo, además, que eso es lo que resulta cuando unos productores acostumbrados a ganar dinero vendiendo basura quieren de pronto ganarlo vendiendo algo de mucha calidad. En ese proceso todo termina desvirtuado.

Agregaría asimismo en mi lista Amarcord de Fellini, otro genio pero, a diferencia de Welles, éste sí representativo de la tradición cultural de su país, no solamente cinematográfica sino también pictórica, musical y sobre todo teatral. En su canon conviven tanto el estilo de los funámbulos que le hacían la competencia a los intérpretes de Terencio en la antigua Roma como el estilo que no es sino pura intuición de los actores no profesionales de los filmes neorrealistas italianos; conviven las bufonerías napolitanas y las escenas y personajes (que devendrían en la formación de la Commedia dell`Arte) que allá por el mil quinientos inventó un poeta y actor llamado Beolco; conviven, en fin, las obras ya más articuladas de Carlo Gozzi y de Goldoni. Fellini introdujo en el cine, sin preocuparse por ocultarlos, ciertos recursos del teatro, y con ello profundizó esa realidad tan repetida y como inmodificable del cine (como un paisaje pintado profundiza un paisaje real). Así, en Amarcord utiliza un trozo de hule negro, como aceitoso, para fingir el mar, y uno siente que ése es el único mar adecuado para el estilo de esa película.
Luego me gusta mucho la cinematografía de Eisenstein, fundamentalmente su trilogía (inconclusa) sobre Iván el Terrible, donde desarrolló la estética teatral del grandísimo hombre de teatro ruso Tsevelod Meyerhold, mi director teatral favorito —todos, absolutamente todos los grandes nombres del teatro importante del siglo XX, de Piscator a Brecht, de Max Reinhardt a Appia, de Grotowsky a este y aquel, han sido continuadores (uso esta palabra pero pienso en “imitadores”) de Meyerhold—. La primera parte de la trilogía, Iván Grozny, es una especie de recorrido por el estilo de actuación, de puesta en escena, de utilización de la música, de la luz y de los decorados que presentaba Meyerhold en sus producciones. Eisenstein, por supuesto, lo hizo con toda intención, pues quería homenajear a quien había sido su maestro.
Por último nombraría a Mizoguchi, a Kurozawa, a Wajda... Y cierta época del cine francés, grosso modo la comprendida entre 1930 y 1950. Por profundidad, inteligencia y humanidad, creo que ese cine francés se ubica muy por encima de casi todo el cine hecho en esas décadas.

P: Después de esto ya casi no me atrevo a preguntarle por el cine de hoy en día.
EB: Hace muy bien. ¿Qué cine?... ¿Las baratijas de Hollywood, todo ese ruido y todo ese neón, esos efectos especiales para unos espectadores también especiales, es decir con una bolsa de maíz inflado en sus cabezas en lugar de cerebro?... Unas baratijas que en el caso de las historias policiales, por ejemplo, ya ni siquiera se preocupan de que estén bien justificadas, algo que era como el sello de ese cine. Es increíble que con el dinero que hay ahí puedan producir esos filmes lamentables. Antes, un Jean Cocteau, por citar un nombre, lograba resultados maravillosos con nada, con unos espejos y unas velas. Hoy hacen nada con recursos maravillosos. Y no se trata de decir que lo de ayer fue mejor (lo cual, pese al prejuicio al revés que lo prohibe, estaría perfectamente justificado, como lo demuestra entre otros casos el del teatro isabelino con la miseria que lo continuó), sino de señalar una capacidad que uno se niega a imaginar extinguida. Sin embargo, y por desgracia, se trata al parecer de una tendencia más o menos mundial.

P: ¿Cree que sus protagonistas son conscientes de ello?
EB: Bueno, el sentido de autocrítica no es algo que la gente anda despilfarrando por ahí, eh... De cualquier modo, ningún artista creador tiene derecho a pensar que el arte que él practica está en decadencia; si lo hace debe abandonar su trabajo. Porque sería como si un sacerdote dijera “Dios ha muerto” y continuara celebrando misas. El gallo no condiciona su canto a un informe metereológico positivo. Canta, y más tarde o más temprano el sol vuelve a aparecer. 

P: Me había prometido una anécdota.
EB: Ah, sí. Tiene que ver con aquello de que hablamos antes, con mi idea de que siempre algo queda cuando se enfrenta a un niño con fenómenos culturales supuestamente para “grandes”.
Hace unos cuarenta años, en la Rusia soviética hicieron un experimento con niños de entre nueve y trece años de edad. Les exhibieron durante dos meses películas de grandes directores, películas pertenecientes a lo que se llama cine-arte, de todos los países. Al término de ese tiempo les proyectaron a los niños las películas que se supone deben y pueden verse a esa edad, películas normales, por decir así. Todos los niños las rechazaron; y con términos tales como “estúpido”, “aburrido”, “superficial”...
No tengo dudas de que si se hiciera algo semejante con libros, ocurriría lo mismo. Porque en realidad es una petulancia, una estúpida petulancia de adultos (¿y no será la estupidez la mejor definición de lo adulto?) creer que la edad garantiza el entendimiento. ¡Me gustaría comprobarlo!... Me gustaría ver los resultados entre niños y adultos en un seminario sobre la filosofía de Platón.
Más aún: me encantaría crear una escuela donde a los niños se los confrontara con Platón, Esquilo, Spinoza, Santo Tomás, Pascal, Schopenhauer; con Bach, con Brahms, con Stravinsky, con Schoenberg; con Leonardo y también con Kandinsky y con Klee; con Eisenstein, con Orson Welles, con Kurosawa... Hay que enfrentar este todo cultural con ese otro todo que es un niño. Porque esas puertas de la percepción (que en el niño son grandes portales y sin necesidad, oh Aldous Huxley, de drogas para abrirse) dependen para permanecer después abiertas o no de lo que haya pasado antes por ellas; solamente el tráfico de unas mercancías sin falsificaciones puede evitar la proliferación de adultos como rellenados con arena, esos adultos con sus puertas como tapiadas con dos o tres lugares comunes.
No se trata, entiéndame, de la cultura por la cultura ni de poner con delicadeza la mano en una mejilla cuando se asiste a un concierto. Se trata de ser totalmente quien uno es, de romper esa tapia que comienza a levantarse a nuestro alrededor apenas abandonamos la infancia y que en estos tiempos parece dejarnos a solas con un televisor transmitiendo un partido de fútbol.        

P: La niñez sería la gran oportunidad que se le da al hombre.
EB: Muy bien. No se puede decir mejor. La niñez es la gran oportunidad que se le da al hombre. El problema es que esa niñez está a merced de quienes ya son hombres.

P: Hay hombres y hombres.
EB: Y hay, hélas (lamentémonos en francés para evitar un ay que resultaría aquí cacofónico) hay padres. Padres que dejan la educación de sus párvulos en los brazos apoyados en muletas de la escuela, una escuela que acaso sólo puede garantizar que los párvulos más sensibles y pudorosos recibirán, de los párvulos más “despiertos” y provenientes de unas familias bien enclavadas en esa vulgaridad que pasa por ser la auténtica vida, recibirán la mejor enseñanza en cuanto a obscenidades y estupidez. Padres que pretenden, además, en el caso de los colegios un poco más exigentes y para evitarse conflictos con sus hijos, que sean éstos quienes a través de sus gustos y tendencias decidan el curso que debe llevar su educación. Cuidado con la excelencia, cuidado con darles a leer demasiados libros, cuidado con hacer de su hijo un extranjero con el cual no se pueda después en la mesa hablar de fútbol o del último modelo de teléfono móvil. Sólo dos cosas importan: aprender inglés y saber usar una computadora. Y no precisamente para leer a Shakespeare en el primer caso ni para escribir un poema en el segundo.

P: Bueno; todavía se lee a Shakespeare; se escriben poemas...
EB: ¿Se entiende a Shakespeare?... ¿Son poemas?...

P: La primera pregunta la ha contestado usted mismo en el Fausto que acaba de escribir. “Ya casi se escucha a Shakespeare como se escucha a Mozart o a Bach. O al viento.”, se queja en ella su Fausto.
EB: En realidad no falta mucho para que Shakespeare deba ser traducido al inglés. Quizá ya solamente los niños lo capten del todo. O puedan acoger con su sensibilidad todavía poco mutilada gran parte del contenido de ese mundo. En su prólogo a la edición de Shakespeare en la Pléiade, André Gide escribió que las imágenes y las metáforas shakesperianas (“chispas que surgen de los cascos de un caballo que galopa”, si no recuerdo mal) eran muy apropiadas para que un niño se apasione y sienta que una emoción sublime hincha su corazón. Él escribió eso para decir que el arte francés, el clásico, posee, al revés del inglés, un carácter adulto. Sin embargo, y aunque de algún modo reticente en cuanto habla de una captación menos racional que emocional, ese comentario orienta muy bien la cuestión. Poner al niño en contacto con ese mundo sea tal vez el mejor modo de que los adultos hallen después la contraseña para acceder a lo que tanto rebasa ese índice de solamente pasión y emoción. Y aunque no lo consiguieran, poseer esos dos sentimientos ya sería algo. Sería mucho. Sobre todo en una época como la nuestra, donde el lema parece ser: “De lo que dura a lo que pasa”.

P: “Da ciò che dura a ciò che passa”... ¿Ungaretti?
EB: Sí; muy bien. “De lo que dura a lo que pasa, / Señor, estable sueño, / haz que torne a establecerse un pacto.” Una plegaria bastante poco rezada hoy en día, eh. Esta época parece más bien contentarse, aplicar de un modo activo el primer verso. Lo que pasa, y lo que más rápido pasa, como un ideal.
Pero no nos quejemos (bueno, soy yo el que se queja). Usemos más bien ese verso como resumen y símbolo de nuestra charla. Y como hasta ahora hemos hablado bastante de lo que pasa, es decir de mí, ¿qué tal si cambiamos la orientación y hablamos de lo que dura?

P: Bueno, no se puede tener ninguna seguridad sobre lo que durará o lo que pasará. Pero para no ser descortés y contradecirlo tan rápido, es entonces a lo que “pasa” a quien le pregunto ahora. ¿Recuerda su primera lectura de Shakespeare; qué lo impresionó?
EB: No sé si yo lo llamaría lectura; más bien contacto. Y forma parte de un tríptico que constituye mi recuerdo literario más fuerte. Las mil y una noches (algunas de sus noches, claro) que una tía me leyó cuando yo tenía tres años, y luego, a mis siete años, un libro de Poe que gané en un concurso de barriletes (El escarabajo de oro y otros relatos, creo que se llamaba) y un volumen con dos obras de Shakespeare, Romeo y Julieta y El sueño de una noche de verano, regalo de otra de mis tías. Esos títulos son como la roca donde se asienta mi condición de lector. Lógicamente que entre los tres y los siete años me leyeron y leí muchas otras obras, además de comics, pero ninguna de ellas se fijó en mi memoria afectiva como las que integran aquel tríptico.
En cuanto a esas dos obras de Shakespeare, menos que las incidencias dramáticas me impresionaron la riqueza del vocabulario, las imágenes y las metáforas, aquellas chispas de que hablaba Gide. El niño ama lo desmesurado, los colores y los volúmenes que lo apartan de su hogar más o menos gris, y el idioma se incluye entre esas galas. Puede no entenderlo, no abarcarlo en su totalidad, pero eso lo compensa con una sensibilidad muy viva hacia la “música” de las frases magníficas. A él le da gusto y lo estremecen los chirridos de unas espadas entrecruzándose tanto como la cadencia (que acaso no descifra) de esas frases que son a la naturaleza de ciertos personajes lo que el humo sulfuroso es a la naturaleza del dragón. Un personaje como Mercucio no puede, para un adulto enterado ni para un niño, no hablar como él lo hace, pero donde un adulto usa la palabra “psicología”, un niño, su instinto, evoca la palabra “natural”. Y un enamorado, por supuesto, habla a su amada, en esa tierra de “más allá” que se abandona al nacer pero cuyas leyes orientan todavía los ideales infantiles, habla con los requiebros ralentados y suntuosos de Romeo, con esos conjuros y esos símiles que conforman, al cabo del discurso, como un gran beso de puro sonido.
Pero dije que el niño acaso no descifra este discurso; en realidad lo hace: su bienestar es el diccionario que le allana la comprensión, un bienestar que luego, con los años, mientras la razón emborrona el recuerdo de aquella dimensión ideal de la que, según Proust, parecemos surgir a esta otra dimensión, y mientras nuestra naturaleza presenta por su parte las rugosidades de quien se ha habituado a un nuevo régimen, ese bienestar ya solamente podemos hallarlo en un proceso inverso: el diccionario es ahora quien facilita el bienestar. La razón y el diccionario. 

P: Proust... Me preguntaba cuánto tardaría usted en nombrarlo.
EB: Ah, qué escritor, qué pensador tan profundo... Thomas Mann, Proust y Kafka son, en cuanto al siglo XX se refiere, como El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo para mí. Esa alusión a él pertenece a la escena de la muerte de Bergotte, ¿se acuerda?, ese párrafo soberbio que preludia con el “¿Muerto para siempre? ¿Quién sabe?” y continúa con la especulación acerca de que aun cuando ni las experiencias espiritistas ni los dogmas religiosos dan alguna prueba de que el alma subsista, todo pasa sin embargo en nuestras vidas como si entrásemos en ella con un montón de obligaciones contraídas en una vida anterior. (Algo como la ley del karma ¿no?). Porque aunque no hay ninguna razón para que nos sintamos obligados a hacer el bien ni a ser delicados, ni para que el artista recomience una y otra vez un cuadro o un poema que le importará después muy poco a su cuerpo en descomposición, aun así actuamos como si esas obligaciones sin recompensa en la vida presente pertenecieran a un mundo fundado en la bondad y el sacrificio, un mundo diferente de éste de aquí y que abandonamos para nacer en esta tierra.
En relación con eso yo digo entonces que el niño recuerda algo de ese mundo ideal y por ello le cuesta muy poco aceptar, aun sin comprenderla, esa magnificencia que presentan ciertas obras. En fin; si no es cierto, vale al menos como una especulación digna del misterio de esa fe poética infantil.
 
P: Hace un momento dije que hay hombres y hombres. ¿Podría decir que hay niños y niños? 
EB: Sé adonde apunta. Pero si de todas las tortugas existentes, unos pocos miles de ellas volaran, creo que podríamos decir con toda tranquilidad que pertenecen a una especie voladora ¿no?

P: Me conmueve esa generosidad. No podría contradecirla.
EB: Hace muy bien. Porque no es generosidad. Infinidad de niños vuelan.

P: En este repaso por su niñez se ha mencionado bastante lo infantil. Pero, ¿qué es exactamente un niño para usted?
EB: Le respondo de esta forma. Se nos ha informado que para crear el mundo, Dios dijo “Hágase la luz”. Es posible. Pero de lo que no tengo dudas es de que Dios sí pronuncia esa frase un segundo antes de que un niño nazca. Y quizá el pecado, el único pecado, el inconmensurable pecado sea permitir, como adultos, que esa luz se opaque o, como ocurre en la mayor parte de los casos, que se apague. Porque, finalmente, junto con el niño se nos confía también el mundo y lo que éste contiene.

P: El mal, ¿sería ese descuido, esa negligencia?
EB: Una de las formas del mal, seguramente. Pero el mal... Hay tantos males, en realidad. Un niño, ese niño que nos representa y al que se evoca en El rey Lear matando las moscas por diversión, es también, como autor de esos crímenes gratuitos, el mal. No para las concepciones religiosas occidentales, sin duda, tan groseras en su apreciación de lo que es el mal, y que de un modo tan o más grosero todavía ponen por delante (y por encima) de cualquier forma viviente al hombre, esa forma viviente que resultó el peor de los cánceres para este mundo —y para los otros mundos, cuando la técnica se lo permita—. Pero no sé... El mal, tal vez, sea ya la propia vida, que sólo puede existir con la condición de alimentarse de vida.

P: “La vida es el lobo de la vida”, escribió asimismo usted en su Fausto.
EB: Amplificando el antiguo dicho acerca de que el hombre es el lobo del hombre. Sí, es así. Comer y ser comido es la contraseña con que se ingresa en este mundo. Pero quizá se trate de un orden natural bueno en sí. Quizá lo malo sea nuestra conciencia, esa —si me permite citarme— excrecencia fortuita sobre la corteza del instinto, como escribo también allí. Esa conciencia que juzga con reglas de otro juego el orden en que se acomoda la vida.

P: ¿Hay alguna salida para esa conciencia?
EB: Usted quiere decir para la conciencia de las personas sensibles ¿no? para la conciencia de quienes estimamos un escándalo el que el águila destroce al conejo o, todavía peor, el que un matarife gordinflón destripe un conejo o un jabalí para poner en nuestra mesa una variedad innecesaria... Salida no creo, como no sea el suicidio. Acaso sí algo como el consuelo. Y ello limitando en todo lo posible las agonías inútiles, esas matanzas desmesuradas de animales para celebrar tal o cual fiesta religiosa (¡mire el disparate!), y luego esas otras matanzas, las “deportivas”, llevadas adelante por imbéciles cuyas vidas no valen, en cuanto a belleza, gracia e inocencia, ni la mitad de la de un puma o la de un ciervo, la de un faisán, la de un pejerrey o un pez vela.
Y ampliando un poco el asunto; ¿usted sacrificaría quinientas o mil ballenas para que no sé cuántos japoneses (o quienes sean) puedan enriquecer su dieta?... ¿Atormentaría a unos osos insertándoles una cánula permanente con la cual extraerles la bilis para que a unos campesinos chinos (ellos lo hacen) les resulte positiva en unos pocos centavos su economía... china?... ¿Expoliaría los recursos de la tierra para que ciudadanos norteamericanos, alemanes, ingleses, etc., puedan conducir sus automóviles hasta unos trabajos que, en el fondo, lo único que les aseguran es poder conducir sus automóviles hasta esos trabajos?... Yo no lo haría, eh.

P: Yo tampoco.
EB: Ya somos dos, entonces. El mundo empezó con menos.

P: Con uno; o una. Pero el mal; ¿empezó con cuatro?
EB: Bueno, para los franceses quizá con tres, eh. (Risas.) En fin; usted alude a Caín y a Abel ¿verdad? Sin embargo, es ése un mal que no me impresiona gran cosa, pues se trata de un mal fruto de intereses humanos contrapuestos, un mal que podríamos denominar un mal de fines no coincidentes, al cual, por otra parte, sitúa y explica muy bien la filosofía oriental, fundamentalmente la china y la japonesa. Para esas filosofías no existe una causa del mal; existen razones. El egoísmo, la mentira, la incapacidad, son las razones de todas las caídas del hombre. Éste, mediante su acción, es el único responsable. Y como casi siempre no se trata más que de anular, mediante el egoísmo y la mentira, los fines que se oponen a nuestros propios fines, el mal será tan ubicuo y fértil como lo sean los conflictos entre fines individuales. El mal —déjeme ensayar esta imagen— es en estos casos como la sucia espuma amarga que surge del entrecruzamiento de los cuantiosos y opuestos fines humanos (el robar, el desear la mujer del prójimo, etc.).
De allí proviene, quizá, ese intento primigenio de las religiones más importantes de orientar todos esos fines contrapuestos a un único punto, de unificarlos en la dirección de Dios. Dios sería como el Fin-océano donde irían a desembocar los riachos de los fines particulares. Aceptado ello,  tanto los fines como los intereses de Abel son ahora idénticos a los de Caín. Y el mal es ya uno solo: no considerar a Dios como el único fin exclusivo. De paso, y como usted sabe, es éste un intento que retoman después, que bastardean después, los regímenes totalitarios.

P: ¿Y el mal gratuito?
EB: ¿Usted quiere decir el mal supuestamente inspirado por ese ser de rabo y cuernos al que tanto poder se le adjudica?... Bueno, he ahí, quizá, el mal en el que vale la pena detenerse. En el que se han detenido todas las metafísicas y todas las teologías, y siempre para dejarnos con más preguntas que respuestas, lo cual si bien se mira no es poco. Algo he pensado al respecto, pero como saldo no he sacado en limpio más que la idea de que acaso se trate de un proceso similar a ese mal de los fines enfrentados, solamente que en un terreno más profundo, más psíquico. Quiero decir que estaría el “fin” de Dios (esta o aquella realización Suya y en cualquiera de los reinos, animal, vegetal, etc.) y el “fin” de tal o cual humano, un fin que es en estos casos una inadaptación, un resentimiento ante la gracia de aquellas realizaciones.
Hace poco (se me entenderá mejor con este ejemplo) vi en la televisión el caso de una niña norteamericana de Colorado que fue asesinada por un vecino, un tipo joven que confesó espontáneamente su crimen después de muchos años y cuando los padres de la víctima figuraban ya como sospechosos de la muerte de su hija. Era una niña maravillosa, como de cinco o seis años, bendecida no solamente con una gran belleza, sino también con una gracia y una desenvoltura que cautivaban a todos; resultaba una especie de milagro cuando se vestía con su trajecito del Far West y, como una Annie Oackley en miniatura, desarrollaba su número de canto y baile. Una figurita, resumiendo, como para uno arrodillarse y dar gracias a quien sea que haya que darlas por permitir una existencia así. Y bien; en lugar de ello apareció un patán que la secuestró y la asesinó.

P: El mal sin nada que lo contamine.  
EB: El mal sin lunares, podríamos decir; al menos para la mirada superficial. Porque allí sí que no había un fin que contradijera el fin del asesino, quiero decir un fin utilitario. Se trataba de gracia, pero, evidentemente, en este plano esa gracia configura un fin opuesto; su sola existencia vuelve según parece intolerable otras existencias. Para que el secuestrador y asesino de la niña pudiera soportar la existencia, para justificar incluso su existencia, debía desaparecer eso que por el solo hecho de estar instalado en la vida, volvía insoportable su propio vivir.
Ahora bien; ¿qué produce esa discordia y otras discordias semejantes, esas bifurcaciones de ese mal que aparenta no exhibir ninguna contaminación, como ironizó usted?... La teología aferra el rabo de aquel ser con cuernos y nos lo ofrece como explicación. Al menos era lo tradicional en los tiempos en que el sacerdote explicaba a Dios. Hoy eso ha cambiado. Hoy la explicación les pertenece casi por entero al biólogo y al químico. ¿Y qué dicen ellos?... Que se trata de moléculas mal acomodadas. Un hecho que en el futuro podrá revertirse mediante una pastilla o una intervención mínima en el cerebro del inadaptado. Algo afín con la idea del filósofo francés Bergson (al menos durante una fase de su obra) acerca de que el objeto de la creación parece consistir en la llegada de los santos y de los héroes.

P: La hora cero de un nuevo paraíso.
EB: Algo así. Pero que al igual que la explicación teológica del diablillo rojo nada dice sobre ese otro mal que poco y nada tiene que ver con tentaciones susurradas al oído ni con moléculas mal ajustadas: el mal ecológico. Ese mal que se extiende desde la caña del pescador o el rifle del cazador hasta las estúpidas construcciones en el mar de esos estúpidos millonarios árabes o las explosiones atómicas de rusos, norteamericanos, franceses, indios, pakistaníes, chinos, ingleses, etc., pasando por las factorías de aceite que masacran cientos de miles de focas o los barcos pesqueros que agotan unos mares ya demasiado explotados —esos océanos que fueron alguna vez “Las cascadas del salmón, los mares repletos de caballas” del poema de Yeats.
Un mal ecológico evidentemente originado en esa concepción religioso-filosófica del hombre como el rey de lo creado, del hombre medida de todas las cosas, consagración ésta, debemos reconocerlo, que hizo de cada uno de nosotros un déspota, un tonto capaz de creerse esa farsa y de avasallar entonces con su inteligencia espuria, su inteligencia de mono más listo de la selva, los detalles más preciosos de la creación. Creo que este mal es, desde cualquier punto de vista, el mal, por cuanto sus víctimas tienen su existencia ajustada a unas reglas que no contemplan el accionar tramposo de lo humano, y, también, porque es un mal que agrede lo que auténticamente permite la vida.

P: Y cuyas protestas comenzamos a sufrir.
EB: Exactamente. Y bien merecido lo tenemos. Huracanes desbocados, olas de calor, tsunamis, territorios polares reducidos... Todo eso no es sino la bofetada que una tierra muy paciente pero al fin ofendida, planta con todo derecho en nuestros hocicos.

P: ¿Cómo piensa que continuará todo esto?
EB: Creo que en el futuro se asistirá a dos guerras conectadas con el mal. Una de ellas estará relacionada con lo religioso, y en ella operará ese mal de intereses contrapuestos de que hablamos. La otra tendrá que ver con aquel mal ecológico. Una tierra harta de ser depredada se volverá contra las necesidades de un “ejército” humano cuya mejor maniobra bélica deberá consistir, si desea el triunfo, en reparar los daños que provocaron aquella hartura.

P: ¿Ya no se asesinarán más niñas?
EB: Espero que no. Ni tampoco mariposas.


Buenos Aires, julio de 2007

 

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