Edgar Brau

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NovedadesEl hijo

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Edgar Brau

 

El hijo
(fragmento)

 

Pieza en tres escenas basada en el relato del mismo nombre del libro Suite argentina.

 

SINOPSIS de El HIJO

 

Durante la última dictadura militar argentina, luego de haber dado a luz y de haber sido despojadas de sus bebés, cinco mujeres permanecen detenidas en un cuartel a la espera de los próximos acontecimientos. Un día, los soldados encargados de custodiarlas abandonan en la celda que ellas ocupan una bolsa de residuos con cinco muñecos dentro; uno de los muñecos tiene el tamaño de un recién nacido.

Sensibilizadas por la separación de sus hijos que acaban de sufrir, y luego de discusiones y desaveniencias, las mujeres acaban por aceptar a los muñecos como unos facsímiles útiles para canalizar la angustia que sienten ante la ausencia de sus bebés reales. El muñeco más grande pasa entonces a convertirse en un “hijo” para las prisioneras, que se turnan en la posesión y en el cuidado de él.

Una de las mujeres, no obstante, se niega a integrarse a ese juego, al considerarlo pueril e indigno de unas personas adultas. Pero su actitud comenzará a cambiar al enterarse, una noche en que sus compañeras duermen y por boca de una nueva prisionera, a quien la experiencia traumática de su reciente parto en el cuartel ha llevado a la inconsciencia y el delirio, de cuál será el futuro de todas ellas.

 

 

ESCENA 1

 

Una construcción rectangular, tipo galpón, de las que en los cuarteles se destinan a dormitorios para la tropa. Paredes de ladrillos sin revocar con dos ventanas enrejadas en lo alto de cada uno de los laterales. En el fondo del escenario, una pared semejante con una puerta de chapa verde oscuro por la que se accede al lugar; como a unos dos metros más allá de la puerta, una pared de ladrillos igual a la del galpón. En la puerta, una mirilla cuadrada que sólo puede ser abierta desde el exterior; debajo de la mirilla, seis líneas verticales trazadas con tiza, como los palotes escolares y de unos quince centímetros de altura cada una. Del techo cuelgan dos cables con dos lámparas que se encienden desde afuera, cuando entra alguien del personal militar; el resto del tiempo la luz proviene de las ventanas —la del costado derecho (visto desde la platea) recibe la luz del sol de la mañana; la del izquierdo, del sol de la tarde.

A la derecha, debajo de la ventana más cercana a la platea, una mesa de madera con algunas prendas encima.

En el piso se distribuyen cuatro delgados colchones de gomaespuma, sin fundas y cubiertos con unas sábanas de distintos colores, cuyas compañeras hacen de almohadas. Sobre cada uno de ellos hay una mujer con las manos y los pies engrillados; una capucha negra reposa junto a cada colchón. Tres de las mujeres aparecen recostadas en diferentes posturas; la cuarta, una mujer con un brazo cubierto por un vendaje similar a un yeso, que viste un mameluco de jean y una remera blanca, permanece sentada observando la ventana del sector izquierdo más próxima a la platea, por donde penetra la luz de una ya avanzada tarde de verano; a su lado hay una capucha igual a las demás.

Cuando la obra comienza, la mujer del brazo vendado, que un momento antes ha comenzado a balancear su cuerpo y a tararear quedamente una canción, se detiene y mira hacia la puerta. Después observa a las demás y toma su capucha.

MARTHA.— (Mientras se coloca con displicencia la capucha.) Viene alguien.

Las otras mujeres se incorporan un poco. Miran la puerta y luego a MARTHA, que ya se ha cubierto la cabeza con la capucha.

INES.— (Lleva anteojos y viste una pollera entallada y una camisa. Aspecto de psicóloga o de médica.) Sí; viene alguien. Vamos, chicas; por las dudas.

Las tres se colocan la capucha y se quedan sentadas en los colchones, de espaldas a la puerta.

Se oye primero el ruido de unas cadenas y luego también unos pasos. Enseguida resuenan unos golpes en la puerta, se encienden las lámparas y a continuación una voz grita: “¡Capucha! ¡Capucha!” Las mujeres se acomodan mejor las capuchas, excepto la del brazo vendado, que no ha cambiado de posición. Alguna dobla el cuerpo hacia adelante.

Tras oírse el ruido de una llave en la cerradura, la puerta se abre. Entra EL SARGENTO. Alto, robusto, de pelo y bigote negros, su tono y su comportamiento de “verdugo” tienen menos de real que de premeditado; al parecer disfruta con el juego de exagerar. Trae consigo un colchón semejante a los otros. Se adelanta unos pasos y arroja el colchón cerca de las mujeres. Afuera se vuelve a oír el ruido de las cadenas.

EL SARGENTO.— (Luego de inspeccionar con una actitud de suficiencia el lugar.) Muy bien, muy bien las “señoras”; todo en orden, como a mí me gusta. (Se aproxima a la puerta.) ¡Soldado!

Vuelven a oírse las cadenas y pronto aparece en la puerta una mujer encapuchada a la que conduce EL SOLDADO I; los grillos que le sujetan los pies impiden que pueda caminar con soltura. Viste un camisón blanco con un estampado de flores; la tela es liviana y deja traslucir la ropa interior. Lleva en las manos un juego de sábanas, dobladas y de color azul claro.

EL SARGENTO.— (Con ironía y mientras EL SOLDADO I acerca a la prisionera adonde están las otras mujeres.) Una nueva “compañerita”. Así no se aburren mucho. Y así… (Lo busca a EL SOLDADO I con la mirada.) Y así tenemos más “perfume de mujer” también.

EL SOLDADO I sonríe y después, a una seña de EL SARGENTO, abandona a la mujer y regresa junto a la puerta.

EL SARGENTO.— (Con el mismo tono.) Bueno, a ver si le hacen una fiesta de bienvenida. Nosotros ponemos la comida y si hay algún otro gasto lo pagamos sin decir nada.   Comienza a caminar hacia la puerta después de hacerle un gesto a EL SOLDADO I para que salga primero. Antes de abandonar la escena se detiene junto a la puerta y empieza a recorrer con la mirada el cuerpo de la nueva prisionera, que permanece inmóvil donde la dejó EL SOLDADO I y de espaldas a EL SARGENTO. Este mira una última vez el cuerpo de la mujer, sonríe con una cierta intención, y se dispone a abandonar el lugar. Pero entonces parece recordar algo.

EL SARGENTO.— (Desde el umbral.) Retírese nomás, soldado, que yo tengo que hacer acá. (Cierra la puerta y extrae una tiza de un bolsillo del pantalón.) Casi, casi me olvido, “señoras”; el otro día les prometí que les iba a dibujar un cuadro, que íbamos a completar estos palotes. (Se aproxima hasta la puerta y empieza a dibujar sobre los trazos; su cuerpo oculta el trabajo. Las mujeres, incluida la nueva, continúan sin moverse.) Siempre me gustó el dibujo. Pero… la vida me llevó para otro lado, me dibujó otro camino. (Retrocede de espaldas un par de pasos.) Bueno; quedó mejor de lo que esperaba. (Guarda la tiza en el bolsillo, se frota las manos, abre la puerta y antes de salir gira hacia las mujeres.) Hasta lueguito. Y no se peleen por el cuadro, eh, que alcanza para todas. (Sale, cierra la puerta con llave y apaga las luces.)

En la puerta, los trazos de tiza aparecen convertidos en cinco sexos de hombre, verticales y pegados los unos con los otros.

 Durante unos largos segundos nadie se mueve. La recién llegada solamente atina a apretar contra el pecho las sábanas que sostienen sus manos. De a poco las mujeres comienzan a reaccionar.

MARTHA.— (Tras inclinarse un momento hacia un costado para oír mejor, se quita la capucha con violencia, mira la puerta y empieza a sonreír.) Yo sabía, hijo de puta, yo sabía que ibas a hacer algo así. Milico tenías que ser. (Comienza a arrastrarse hacia la puerta todo lo rápido que puede.)

Las mujeres terminan de sacarse las capuchas y observan los dibujos.

MARTHA.— (Mientras borra con la mano los dibujos y acercando la boca a la mirilla.) ¡Para tu madre, hijo de puta! ¡Para la que te mal parió!

En tanto MARTHA comienza a recomponer los trazos, INES se acerca gateando hasta donde está la mujer, se arrodilla enfrente y dirige las manos a las sábanas, que aquélla sigue apretando contra sí.

INES.— Dejame que te ayude. Dame las sábanas y sacate la capucha.

La mujer abandona las sábanas con algo de resistencia. Después se quita la capucha. Tiene unos treinta años, el cabello es castaño tirando a rubio y su rostro, a pesar del cansancio que en él se trasluce, es muy bello. Parece aturdida. Sin mover los pies, gira la cabeza para inspeccionar el sitio. Se le acercan dos de las mujeres, arrastrándose.

INES.— (Tras apoyar las sábanas en el colchón que arrojó EL SARGENTO se corre un poco, aferra con una mano el extremo de un colchón y lo acerca a la mujer.) Vení, sentate, que con los grillos te podés caer.

La mujer titubea pero enseguida permite que INES la ayude a sentarse. Las otras dos mujeres se acomodan en el suelo, una a cada lado de la mujer, y la observan. Una de ellas, muy joven, muy rubia y pecosa y que viste un jean azul y una remera color rosado, se arrima a la mujer y le acomoda un poco el pelo. La otra la deja hacer; mientras continúa con la inspección.

SILVIA.— (Con dulzura, luego de acomodarle el cabello.) Tenés lindo pelo. ¿Cómo te llamás?

La mujer, que no deja de recorrer con la mirada todos los rincones del galpón, le responde como ausente, luego de una pausa breve.

CARLA.— Carla.

MARTHA, que ha dejado las marcas de tiza como estaban antes, se acerca un poco al grupo, arrastrándose, y se pone a mirar fijamente a CARLA.

SILVIA.— Yo soy Silvia. (E indicando con la mirada a la del vendaje, a la de anteojos y a la otra mujer, que viste un pantalón rojo y una camisa blanca mangas cortas y lleva el cabello recogido en una larga trenza.) Y ella es Martha, ella Inés y ella Graciela.

CARLA pasea una mirada distraída por el grupo y luego vuelve la cabeza hacia la puerta. MARTHA e INES se miran.

CARLA.— (Poniéndose repentinamente de pie y mirando a las mujeres.) ¿Y mi hijo? ¿Dónde está mi hijo?
Las mujeres intercambian una mirada rápida. CARLA trata de avanzar hacia la puerta pero MARTHA la detiene.

MARTHA.— Pará; te vas a caer. Esperá un poco; tranquilizate. Tu hijo está bien.

CARLA la observa con los ojos muy abiertos; una de sus manos aferra la mano que MARTHA le apoyó en una pierna para hacerla detenerse.

INES.— Ella tiene razón, Carla. Tu hijo, todos nuestros hijos están bien, con los abuelos. ¿Cuánto hace que nació tu bebé?

SILVIA.— ¿Qué es; nena o varón?

CARLA suelta la mano de MARTHA y fijando la mirada en el piso empieza a refregarse con lentitud el vientre.

INES.— ¿Cuándo nació, Carla?

CARLA.— (Sin apartar la vista del piso y luego de una pausa.) Nació… Hace tres, cuatro días… Un varón… grande, todo pelado.

SILVIA.— (Orgullosa.) Igual que mi beba.

INES.— ¿Y escribiste la carta?

CARLA.— (Confusa, las manos ahora en la cara) ¿La carta?… Sí; a mis padres. Pero no sé; no me acuerdo bien. Fue después de darle de mamar… se lo llevaron. Yo… después… (Reacciona de golpe) ¿Y ustedes? ¿Qué pasó? ¿Cómo saben de la carta?

INES.— Porque todas hicimos lo mismo. Todas tuvimos nuestros bebés acá y después los llevaron con los abuelos. La carta es para que ellos sepan que estamos bien.

CARLA vuelve a recorrer el lugar con la vista.

GRACIELA.— ¿Es tu primer hijo?

CARLA.— (Sin mirarla y muy lenta) No. Tengo otro varón.

SILVIA.— Como vos, Graciela. (Ante esta alusión GRACIELA agacha un poco la cabeza.)

CARLA.— (Completando y como para sí.) Tiene cinco años.

MARTHA.— (Tomándola por un brazo.) Vení, sentate.

CARLA se deja ayudar y se sienta en el mismo sitio.

SILVIA.— ¿De dónde sos, Carla?

CARLA.— (Como muy cansada.) De Vicente López… (Intranquila) ¿Y qué va a pasar con nosotras?

Las mujeres se inmovilizan. Al cabo de un momento MARTHA reacciona.

MARTHA.— ¿Por qué te detuvieron?

CARLA.— (Habla como pensando en otra cosa.) Lo buscaban a mi marido. El es delegado en un banco. Llegaron cuando estábamos durmiendo. Nos pusieron unas vendas en los ojos. Yo pedía por mi hijo, que estaba en su camita. El que mandaba me dijo que lo iban a dejar con los vecinos, que no le iba a pasar nada, y me obligó a llevar las sábanas de nuestra cama, porque ya faltaba poco para que naciera mi otro hijo. Después… (Se interrumpe; está a punto de llorar.) Estas son las sábanas… (Se da cuenta de que no las tiene. Las busca con la mirada.) Ésas son… ahí nació mi hijo.

MARTHA acomoda el cuerpo en dirección a la pared y se pone otra vez a mirar la ventana.

INES.— (Apoyándole una mano en un hombro.) Está bien, Carla. Es más o menos lo mismo que nos pasó a nosotras. Hasta lo de las sábanas.

CARLA.— (Después de mirarla a los ojos.) ¿Pero nos van a soltar?

INES.— (Piensa unos segundos antes de hablar.) No sé. Yo soy la que está hace más tiempo aquí; casi dos meses desde que me secuestraron. Cuando llegué me interrogaron, pero yo no sabía nada de lo que me preguntaban. Después que nació mi hijo, hace quince días, me trajeron a este galpón. Acá me encontré con dos chicas que habían tenido a sus hijos una semana antes. A los tres días de llegar yo las vinieron a buscar, pero no sé adónde las llevaron. Una era la mujer de un muchacho que mataron cuando quiso robarle el arma a un policía; la otra, según dijo, no estaba metida en nada.

SILVIA.— (A Carla, con precaución.) Y tu marido, ¿sabés dónde está?

CARLA niega con la cabeza.

INES.— (Como para consolarla.) Por lo que me dijo una de esas chicas, casi siempre que secuestran a una pareja la llevan al mismo lugar.

CARLA.— (Observando las ventanas.) ¿Y qué es esto?

SILVIA.— Según Martha, un cuartel. Acá dormían los conscriptos.

CARLA se la queda mirando a MARTHA.

GRACIELA.— Martha conoce mucho porque un tío era militar.

MARTHA.— (Sin apartar la mirada de la ventana, ningún matiz en la voz.) El bosta de la familia.

CARLA.— (A MARTHA.) ¿Qué te pasó en el brazo?
Con un gesto, MARTHA le da a entender que el tema no tiene importancia.

GRACIELA.— Tuvieron que lastimarle el brazo para poder sacarla de la casa. Pero uno de los secuestradores se quedó con un ojo menos.

CARLA la mira fijamente a MARTHA, que se limita a sonreír.

GRACIELA.— Un piquete de ojos le hizo.

SILVIA.— Y lo del brazo fue por cuidarse la panza.

GRACIELA.— Si no…

CARLA.— Y a ustedes… ¿por qué las secuestraron?

MARTHA.— (Se vuelve para mirarla; por un instante su expresión es de desconfianza. Después, con ironía y mientras comienza a arrastrarse hacia su colchón.) A mí, porque me leyeron el pensamiento.

SILVIA.— Yo era amiga de una chica que desapareció, Normita. Estaba de ocho meses y pico cuando me fueron a buscar. El hombre que me interrogó me dijo que mi amiga era de la guerrilla, que… (se detiene y fija la vista más allá de CARLA) que la habían matado… (reponiéndose y mirándola otra vez a CARLA) y que todos los que aparecían en la agenda de ella iban a venir a parar aquí. Por suerte —no sé si me salvó mi panza— no me hicieron nada; unos gritos y unas cachetadas. Pero (buscándolas con la mirada) a Martha y a Inés…

INES.— (Interrumpiéndola.) Está bien, Silvia. Está bien. Eso ya pasó. Y ya sabés que acá cuanto menos hablemos de ciertas cosas y preguntemos, mejor. Por qué no preparás el colchón de Carla, eh.

SILVIA asiente con docilidad y se dispone a tomar las sábanas. Pero CARLA se le adelanta. Recoge las sábanas y tras mirarlas un instante le alarga una de ellas a SILVIA.

CARLA.— Esta; en esta otra nació mi hijo. Nunca voy a usarla ni a lavarla. Nunca.

SILVIA.— (Con cuidado, casi como disculpándose.) Graciela y yo hacemos al revés; nos acostamos en las sábanas que usamos para tener a nuestros bebés. Es como si durmiéramos con ellos. Esas sábanas tienen un calorcito, tienen como…

EL SARGENTO.— (Luego de golpear la puerta.) ¡Capucha! ¡Capucha! 
Las mujeres se colocan las capuchas. CARLA se distrae unos segundos mirando la puerta. INES se da cuenta, recoge la capucha de CARLA y se la pone en una mano. CARLA se cubre con la capucha sin apartar la vista de la puerta.

Se encienden las luces y desde afuera alguien mira por la mirilla; a continuación la puerta se abre, empujada por EL SARGENTO. Este permite que entre primero EL SOLDADO I, el cual transporta una cacerola con unos platos de lata encima y unas cucharas de madera. Luego ingresa EL SARGENTO con una bolsa de residuos negra en una mano. Abandona la bolsa junto al costado izquierdo de la puerta (visto siempre desde la platea) mueve un poco la hoja para espiar los dibujos, y después, mientras EL SOLDADO I deposita los platos frente a las mujeres y sirve la comida, se pone a caminar alrededor de las prisioneras.

EL SARGENTO.— (Caminando.) Sírvale a todas una media cucharada más, soldado; que por la llegada de la nueva hoy tenemos que tirar la casa por la ventana. Además, últimamente no sé qué les pasa, eh; no se comen los platos porque son de lata.

EL SOLDADO I lo mira y luego echa un poco más de comida en cada plato.

EL SARGENTO se detiene frente a CARLA, que permanece sentada de costado y apoyándose en una mano, y con un pie trata de empujarle el vestido hacia arriba. CARLA aprieta las piernas. EL SARGENTO sonríe y observa a EL SOLDADO I, que ya ha terminado de servir la comida.

EL SARGENTO.— ¿Listo, soldado?

EL SOLDADO I.— Sí, mi sargento.

EL SARGENTO.— (Tras mirar desde su sitio la cacerola.) ¿Seguro?

EL SOLDADO I titubea.

EL SARGENTO.— (Se acerca, le quita la cacerola y empieza a echar toda la comida en los platos.) Faltaba la media cucharada más, soldado. Está distraído.

EL SOLDADO I trata de iniciar una justificación pero EL SARGENTO lo interrumpe.

EL SARGENTO.— Bueno, vamos.

EL SOLDADO I recibe de EL SARGENTO la cacerola y se encamina hacia la puerta, seguido por su superior. Cuando EL SOLDADO I sale, EL SARGENTO le hace una seña desde el umbral para que se aleje, se introduce de nuevo en el galpón y finge que acaba de descubrir que han borrado sus dibujos.

EL SARGENTO.— ¿Qué pasó con la puerta? ¿Y mi “Picasso”? ¿No les gustó? (Con un cinismo creciente.) Y yo que me rompí todo para que saliera bien, para que pudieran soñar cuando lo veían (Se aproxima a las mujeres.) ¿Y se puede saber cómo lo borraron? No lo habrán borrado… con la lengua ¿no? Porque eso sería lujuria, “señoras”. Ni con la mano… cerrada, de arriba abajo; porque eso sería… todavía peor; sería un desperdicio ¿no? (Se agacha junto a CARLA y le aferra una de las muñecas.) ¿No?... Esto (moviendo la mano de CARLA hacia arriba y abajo) sería un desperdicio. Pero bueno (incorporándose y mirando las líneas de tiza); acá algo hicieron, porque flaquitos quedaron los pobres. (Riéndose) Unas cositas que ni para un caso de apuro… Muy bien; muy bien. Cuando quieran otra vez algo mejor, me avisan, que yo siempre tengo la tiza lista. (Y con ironía, a modo de despedida.) Buen provecho.

Acciona el picaporte de la puerta y enseguida la cierra con violencia, simulando que ha salido.

CARLA se dispone entonces a quitarse la capucha, pero INES, advertida por el ruido de las cadenas, se lanza sobre ella para impedirlo.

INES.— (En voz baja y abrazándola.) No, no; esperá.
Las mujeres se inclinan hacia adelante y mueven las cabezas para escuchar mejor.

EL SARGENTO.— (Luego de reírse y mientras vuelve a abrir la puerta.) Pero muy bien, muy bien. Estamos mejorando el oído, eh. Muy bien. Nunca hay que descuidarse. Si no… (Deja la frase sin terminar, sale y cierra la puerta con llave. Las luces se apagan.)

Las mujeres aguardan un momento. Luego se quitan las capuchas. CARLA no se mueve; INES tiene que liberarla de la capucha. CARLA parece confundida.

MARTHA.— ¿Qué pasó?

INES.— Ella; se iba a sacar la capucha con el tipo enfrente.

SILVIA.— (Acercándose un poco.) No, Carla; hay que tener cuidado. Si te sacás la capucha delante de ellos… te trasladan.

MARTHA.— (Recogiendo el plato.) Al otro mundo.
SILVIA asiente con la cabeza.

GRACIELA.— “Traslado” le dicen a matarte.

CARLA.— (Dirigiéndose a INES pero sin mirarla.) Gracias.

GRACIELA.— (A CARLA.) ¿Qué te hizo el tipo cuando se agachó?

CARLA cierra los ojos y niega lentamente con la cabeza.

MARTHA.— (Comiendo.) ¿Qué te parece que puede hacer un tipo así?

INES.— Bueno, ya pasó. Así que ahora, a…

GRACIELA.— (Interrumpiéndola y señalando la bolsa de residuos.) ¿Y esa bolsa? ¿La trajo el milico?

SILVIA.— Claro; antes no estaba.
MARTHA deja de comer. INES se dirige hacia la bolsa.

INES.— (Con una expresión de odio, luego de mirar adentro de la bolsa.) Qué basuras. Qué basuras.

GRACIELA se acerca, observa el interior de la bolsa, y después de recorrer con la vista el rostro de las otras mujeres, permite que el contenido caiga en el piso: cinco muñecos.

 

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