Edgar Brau

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Edgar Brau

 

Fausto
(fragmento)

 

Todo hombre debería escribir un Fausto.
Heine

 

 

PERSONAJES

 

FAUSTO

MEFISTÓFELES

 

La acción transcurre en el presente, en algún lugar del Este norteamericano.

 

Estudio de Fausto. Profusión de bibliotecas, cuadros, discos. En el costado izquierdo (visto desde la platea), aproxima-damente en el medio, la puerta que da acceso. En el centro, una vieja y gastada alfombra. Sillones en el fondo y en los laterales. Ocupando supuestamente todo el ancho del proscenio, un ventanal-observatorio con un telescopio de pie apuntando al cielo en uno de sus costados; en la lejanía un horizonte de grandes edificios. Frente al ventanal una mesa de madera cubierta con libros y apuntes. Junto a la mesa un sillón giratorio con rueditas en su base. Se oye, proveniente de un equipo de música ubicado por ahí, una obra musical china o japonesa, cuya duración será considerada por el director escénico.
Una escalera de color blanco, de algo más de un metro de ancho y cinco o seis escalones, une el escenario con el piso de la platea.
Al comenzar la obra es el anochecer y Fausto lee unos papeles sentado en el borde de la mesa que da al proscenio. Alrededor de sesenta años; el rostro y la figura todavía jóvenes, aun cuando el andar no es muy vivaz y los hombros están un poco vueltos hacia adelante, como aquel que ha pasado gran parte de su vida sosteniendo instrumentos delicados y redomas. La palidez del semblante junto con la sombra violácea de las ojeras sugieren una intensa y reciente vigilia. Viste un saco marrón de tweed y pantalón azul de pana.
Al cabo de un momento menea la cabeza, se frota los ojos y, con una expresión entre desesperada y extática, se queda mirando el cielo. Luego comienza con su monólogo.

 

FAUSTO

 

Ah, eso grato que parece construirse a nuestro alrededor
Cuando nos acordamos del mundo... o del hombre...
Eso... se desmorona no bien fijamos la vista
En la pizarra carcomida de los cielos nocturnos,
Tan prestigiosa, sin embargo.
Y es entonces la soledad, asentándose
En la marcha del corazón;
La clausura del ánimo, instalándose muelle
En nuestro interior, tal como la luz exhausta
De esas estrellas instala en nuestro semblante,
Igual que una huella, el roce de su silencio.
Pero es también entonces el meditar, ese
Limpio meditar que nos da una casa deshabitada
O un camino sin el estorbo de sus carteles.
Yo y aquello, allá en lo alto; un aquello que es
Como un otro yo que se apartó para propiciar,
Desde la distancia, el diálogo más privado.
Así, pues, converso. Y digo que para cada cosa
Es útil y sin faltas el hacer de Dios: el sol,
Por caso, para la corteza de vidrio del día, o la
Luna, para esta como blandura de pan de la noche...
Pero, ¿y nuestro hacer? ¿Nuestro aplanar
Los bordes del misterio y nuestro irrumpir,
Como se irrumpe en el corazón
De un espectáculo, en ese lado de atrás donde
Modula sus formas la vida?...
Ah, descubrimos el secreto, pero tal como
A su paso descarta el deformado los espejos,
Descartamos los efectos del secreto.
Y entonces donde solamente ensaya soplar,
Recoge la ciencia tempestades; donde
Se eleva el vapor humilde de sus marmitas,
Un diluvio se precipita en contrapunto.

Con cierto abatimiento.

 

Es por ello siempre un hacer menos
Cualquier hacer humano; un sembrar antorchas
En campos de cartón.

 

Pausa breve.

 

Ay, teología, filosofía, historia, todo lo
Estudié y esto aprendí: que no es hoy posible
Dejar al hombre en manos del hombre,
Y que el poder sobre la vida es muy pronto
Poder sobre la humanidad.

 

En el costado opuesto a la puerta se enciende una delgada luz cenital, de un color azul eléctrico.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, en off, como surgiendo de la luz azul y con una ligera resonancia (que convendría mantener hasta la aparición del personaje, al igual que la sensación de que la voz proviene de la luz azul.)

 

Ufff... Al fin aquí.

 

FAUSTO, sin percibir ni la luz ni la voz y contemplando de nuevo el cielo, los papeles en una mano.

 

Sí... Ningún reparo podemos siquiera insinuar
A ese orden allá en lo alto, a ese ubicuo
Orden universal de los planetas y las criaturas.
Es el poder de lo necesario y de lo bueno
Reflejándose en sus logros.
Es el hacer sin las sombras de la retractación,
El hacer que no corrige... Que no se corrige
Ni se rectifica, ni lleva tampoco a su Hacedor
A colocarse ante un firmamento para meditar
Y decirse, como yo, que si a su obra (cuyo
Triunfal desenlace entregado me parece en mi
Caso por no sé qué instancia demoniaca) si a su
Obra se le permitiese acceder a la aplicación,
Sólo engendraría una llaga mortal
En la carne indemne de lo anterior.
Esto me digo yo, en efecto, y es un decir
Secreto, pues escándalo sería decirlo al mundo.
Para el mundo la palabra será “fracaso”.

 

 La luz azul titila.

 

Para el mundo, con su cara anónima y
Suplicante, un suceso frustrado será mi obra,
Otro umbral que lo humano no logra traspasar.

 

Mirando los papeles.

 

Mi rúbrica, entonces, al pie del humo engañoso
De este informe, y el mundo tal como hasta ahora,
Los hombres retenidos en la vida sólo hasta que
Su estela pueda ser recolectada por la mano del sucesor...
Mi rúbrica... y el mensajero, que convocado por mí
Aguarda detrás de esa puerta, lúgubre emisario será
Para quienes suponen, animados por mi palabra
De hace unos días, que el término muerte fue borrado
Para siempre del ambiente humano.  

 

Recoge una lapicera de la mesa y firma los papeles.

 

Mi rúbrica... Así... así...

 

Se incorpora y observa los papeles con satisfacción.

 

Muy bien... Muy bien... Ahora, el mensajero.

 

Se encamina con rapidez hacia la salida. La luz azul se apaga y antes de que Fausto llegue a la puerta vuelve a encenderse frente a ésta.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

¡No!

 

Fausto se detiene.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, con firmeza.

 

No.

 

Fausto no se mueve. De modo instintivo ha llevado la mano con los papeles detrás del cuerpo.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, con un poco de agitación.

 

No, Doctor; todavía no es tiempo. El mensajero y quienes te financian pueden esperar. Éstos, en realidad, están ahora cometiendo adulterio con sus secretarias. Y el mensajero dormita tras de tu puerta. Luego además vendrá tu doméstica a convidarlo con otra taza de café; él le ha gustado. Tienes mucho tiempo; tenemos mucho tiempo.

 

Fausto se recupera un poco de la sorpresa y avanza hacia la puerta. La luz azul se engrosa. Fausto, luego de una vacilación, vuelve a avanzar, pero enseguida se cubre el rostro con un brazo y retrocede; la luz parece irradiar electri-cidad.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, mientras Fausto se repasa el rostro con una mano.

 

Ah, lo siento, pero no fui yo quien dispuso esta... física, que por poco te fulmina. Tampoco es sencillo para mí. Es como nacer; ahora mismo estoy en algo semejante a esa etapa en que los infantes lloran. Yo no lloro, claro, pero sí me sofoco un tanto. Y no sabes cuánto aprecio que estés ahí inmóvil, por más que sea la sorpresa lo que te paraliza; cualquier sobresalto o resistencia por parte del... visitado no hace más que agregarle dificultades a mi “nacimiento”.   

 

Fausto guarda los papeles en el interior de su saco y se dispone a arremeter contra la luz azul, que titila a modo de advertencia.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, sinceramente alarmado.

 

No, Doctor; no, por favor. Esto no es un juego ni una visión. Te harás daño si avanzas. Ya sabrás luego quién soy y qué soy. Por ahora bastará con que te mantengas quieto, sin intervenir, como ante una de esas fuerzas cuyo contacto los científicos como tú prefieren evitar. Por favor. Un poco más. Un poco más y será para ti como estar frente a un humano.

 

Fausto se petrifica.   

 

Así. Así está mejor... Y advierto que tu mirada empieza a reflejar algo como la aceptación. Muy bien, muy sabio, eso; muy de sabio. Muy de aquel que sabe que la apariencia no agota lo culminante. O todavía mejor: que sabe que la verdad nunca le entrega todos sus secretos a la apariencia... ¿Cómo dijo el poeta?... Sí: “Más cosas hay en el cielo y tierra de las que sueña tu filosofía”.

 

Fausto pierde algo de tensión. La luz azul recupera su delgadez inicial.

 

FAUSTO, ladeando la cabeza, como si le hablara a un espejo.

 

Y vos sos una de ellas, supongo.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

Ah, qué alivio. Temí que recomenzaras con los versos. (Un breve silencio.) No te ofendas; aun en los momentos críticos trato de no perder el buen humor. En realidad, estaban bastante bien esos versos. Un acto de heroísmo, hoy que en lugar de hablar un idioma se lo gesticula. Me gusta ese coraje, aunque por provenir de tu más hondo interior sea un coraje consciente a medias. Le da categoría al anacronismo. Algo pensé, sí, en contra, pero no fue más que un instante de debilidad. Imagínate: recién arribado aquí, entre los apretujones y los vahos de este candente cilindro azul, y que me reciban con versos... Pero ya pasó. Y creo que no podría haber llegado en mejor momento para captar el “todo” de tu meditación.

 

FAUSTO

 

¿El... “todo”?

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

Lo que para mí es el todo. Lo que para la humanidad es el todo. Lo que es el todo para todos. En fin... Me refiero a  ese... pequeño detalle: decir que fracasaste cuando en realidad tu genio logró el triunfo más grande de la historia de la humanidad.  

 

FAUSTO, una afirmación que es a medias pregunta.

 

Sabés tanto como yo, entonces.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

Sabés, ja... Me había acostumbrado al español de tus versos. Tendré ahora que acostumbrarme al español argentino de tu prosa. ¿Me permites que yo sí use un español más general? Porque sabés... sabes, antes de iniciar mi viaje no le adosé a mi español los argentinismos suficientes. Pensaba que hablarías en inglés o que tu español no tendría ya modismos; son casi treinta años los que has pasado aquí en Norteamérica, hablando inglés y ese español de todos y de ningún lado que se habla y se enseña en esta tierra. Pero evidentemente tu alma sigue siendo argentina; al menos para la prosa. Bien, bien... Sí, Doctor; sé tanto como tú; o mejor dicho: sé de ti y de tu obra tanto como tú mismo...  Pero no me mires así; recuerda que tu filosofía es incompleta. Que la tierra, como el agua, tiene a veces burbujas.

 

FAUSTO, mirando alrededor, como para confirmar que su estudio continúa igual.

 

Y nuestra mente.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

No, no, Doctor; no te equivoques. Tu mente nada tiene que ver conmigo ni yo con ella. No soy una visión, ya lo dije. Ni has comido las malignas raíces que vuelven prisionera a la razón.

 

FAUSTO, observándolo de soslayo, los ojos llenos de inteligencia.

 

Me tranquiliza que seas una luz que ha leído a Shakespeare.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

Bravo, Doctor; a mí me tranquiliza tu ironía. Y que no hayas preguntado todavía quién soy. Creo que...

 

FAUSTO

 

¿Quién sos?

 

VOZ DE MEFISTÓFELES

 

  ...creo que acabas de batir un récord. Usualmente nadie pasa de la segunda línea sin que más o menos histéricamente se desesperen por saber quién soy. Tu biblioteca es muy rica; puedes comprobarlo.

 

FAUSTO

 

¿Sos literatura, entonces?... Tu tinta está un poco aguada.

 

VOZ DE MEFISTÓFELES, luego de reír.

 

Ah, Doctor, me encanta tu ironía. Sí; este azul no es el de un buen tintero. Pero...

 

Se interrumpe. La luz azul comienza a temblar.
Con esfuerzo.

 

Ahora sí, Doctor. Prepárate para recibirme.

 

Fausto se mantiene inmóvil. La luz azul oscila con mayor rapidez. De repente se produce un gran fogonazo acompañado del ruido de algo que se rasga, y a continuación, en el sector del piso donde se enterraba la luz azul, aparece Mefistófeles. Está sentado con las piernas recogidas, el torso vuelto hacia un lado y las manos contra el piso. La cabeza se bambolea; parece aturdido. Fausto, a medias encandilado, se acerca un poco.

 

MEFISTÓFELES, irónico.

 

El ángel caído, Doctor; algo habrás leído... Pero no te acerques mucho, por favor; si me tocas o te toco sería fatal para ti.

 

Fausto retrocede. Mefistófeles se pone de pie y permanece unos segundos en un equilibrio inestable, como un potrillo acabado de nacer; después, ya mejor afirmado, recompone su figura con unos movimientos ondulantes y muy armoniosos. Aparenta unos cincuenta años; el rostro, de frente grande, con la belleza de una madona renacentista pero ambiguo, ni muy femenino ni muy masculino. (En realidad, todo su aspecto lo aproxima más a la mujer que al hombre.) Los ojos, que cubre con unos anteojos ahumados, son de un color indefinible. Viste un ajado traje de algodón (del tipo del traje blanco que se usa en los trópicos) de un azul semejante al de la luz pero desteñido, y debajo lleva una camisa sin cuello de un color blanco tiza; calza zapatillas deportivas de cuero negro. El cuerpo delgado, los desplazamientos elegantes, a veces con una afectada dejadez. Voz grave de mujer.

 

MEFISTÓFELES, mientras termina de recuperarse.

 

 Gracias, Doctor, por esta... oportunidad. Debía en realidad haber llegado un poco antes, pero cambiar de dimensión, de plano, tiene a veces sus dificultades, sobre todo si ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Espero que no me encuentres muy desaliñado.

 

Fausto menea la cabeza, incrédulo.  

 

MEFISTÓFELES, conforme ya con su estado.

 

¿Te sorprendo?... ¿Juzgas absurda la situación?... Ay, Doctor; esto acaba de empezar.

 

Se pone a examinar las bibliotecas.

 

FAUSTO, mientras busca disimuladamente acercarse a la puerta.

 

¿Esto?

 

MEFISTÓFELES, de espaldas a Fausto.

 

Muy bien, muy bien; desde hace unos momentos que quiero decirlo. Ese poder de concentración, ese saber escuchar entre detalles que a otro cualquiera lo harían arrojarse por la ventana, eso lo es todo. Esto fue lo que dije, exacto.

 

Se detiene junto a la mesa, curiosea apenas en los libros y después se inmoviliza ante el ventanal.

 

¡Ah, qué ventanal; qué vista!... (Ejecuta un círculo con la cabeza.) Hmmm... Orientación norte.

 

Enseguida se llega hasta el telescopio, lo inclina un poco hacia abajo y se pone a observar la ciudad.

 

En cuanto a la puerta...

 

Extiende, con negligencia y sin dejar de mirar por el telescopio, una mano en dirección a la puerta, que se abre.

 

En cuanto a la puerta, ahí está, dándote paso. Puedes salir sin ningún disimulo. Huir, si quieres. El mundo es para mí como esta habitación.

 

Fausto lo mira un instante y luego sale. Mefistófeles no se ha vuelto.

 

MEFISTÓFELES, meditativo, tras abandonar el telescopio y quitarse los anteojos  y mientras contempla la ciudad a simple vista.

 

Qué cambiado está todo... Qué cambiado. Algo sabía, pero verlo... Y en la bella Alemania será igual, supongo... Ah, qué ciudad, qué construcciones... Torres de Babel, verdaderamente. Torres de Babel en las que ninguna divinidad se molestará en introducir la confusión de las lenguas. La confusión, hoy, lo sé bien, es hablar el mismo idioma... Y después... toda esa agitación a ras del suelo, esa... huida. Esos ángulos y esas curvas con su orgullo de luces. Esos resquebrajados espacios en sombras, seguramente con el trajinar doblado del mendigo en busca de la moneda semioculta por algún escupitajo o por una hoja ya podrida... La colmena humana, como dijo alguien. La colmena falsa, como digo yo: abejas, pero también escarabajos, gusanos, mariposas, langostas... En fin; la colmena cuyos habitantes se disponen ahora a reposar tras haber revoloteado ocho horas en busca de polen, o de carroña, o… de estiércol.

 

Pausa.
Como sopesando.

 

Una colmena de criaturas muy cambiadas, a juzgar por esos panales tan diferentes. Una colmena donde ahora seguramente cada uno de sus habitantes se cree reina... o rey... Hmmm... Problemático. Muy problemático. (Después de mirar de nuevo y brevemente con el telescopio.) Ah, qué impresionante es esto... Porque como dije, una cosa es saberlo y otra comprobarlo. Una cosa es suponer a las catedrales y a las sinagogas y a las mezquitas en la penumbra de las grandes casas financieras, y otra ver, como acabo de hacerlo yo aquí, la sombra coloreada de la palabra Banco suplantando en la estela de los vitrales la frase latina o cruzando, como una tachadura, el candelabro de siete brazos; y enseguida, para completar, el graffiti imbécil manchando como meada de perro la pared del banco mismo... Una cosa... también... es tener noticias de que la vida nada tiene ya de grande ni de verdadera, y otra percibir, a la sola vista de esa como cuajada atmósfera de vidrio y cemento, que ningún existir auténtico podría gestarse ahí.

 

Se frota los ojos y vuelve a mirar por el telescopio.

 

 Sí, cada edificio como un liso templo para cuerpos y almas de aire y proyectados hacia la nada.

 

Se aparta del telescopio y se queda mirando, como sin ver, el horizonte. De pronto su mirada se dirige hacia su izquierda.

Sonríe.

 

El oeste... que oculta al este... al Oriente... El Oriente, allá... Tras esas tierras, tras las aguas... pacíficas... El Oriente... (Escuchando.) Y qué curioso; esta música, aquí... 

 

Se cruza de brazos y, mirando muy fijamente hacia su izquierda, se pone a asentir con la cabeza.


Entra Fausto. Luego de observarlo unos segundos a Mefistófeles, cierra la puerta y se apoya en ella.

 

MEFISTÓFELES, girando.

 

Ah, Doctor; regresaste. Aproveché tu ausencia para ponerme un poco al día. (Señala con la cabeza la ciudad.) ¿No es gracioso? Todo el mundo muy satisfecho y despreocupado ahí en sus nidos, pensando que solamente existe aquello en lo que ellos creen. Ah, sí señor, sí señor; sería como para reírse mucho rato. (A Fausto.) Pero es patético ¿verdad?

 

Fausto no reacciona.

 

MEFISTÓFELES, yendo hasta la mesa, en uno de cuyos bordes se sienta.

 

Una buena resolución, Doctor, haber vuelto. Tan buena como haber salido. ¿La pellizcó ya el mensajero a tu doméstica? ¿O es de los que prefieren dormir a cualquier otra cosa?... En fin. Lo importante es que has podido seguramente comprobar que esto —yo— no es una alucinación o un espejismo de gabinete. Y esa calma, Doctor. La calma todo lo resuelve. Todo lo acepta. Si es humo, para qué molestarse en soplar; ya se esfumará. Si es acero, para qué golpear con los puños. Si soy yo... Si soy yo, para qué negar. Mira; debo confesarte una debilidad. Me encantaría que un sabio de tu calidad me aceptara sin cerciorarse demasiado. Sería como un triunfo para mí.   

 

FAUSTO, irónico, tras mirarlo atentamente unos segundos.

 

Un sabio siempre se cerciora.

 

MEFISTÓFELES

 

Siempre interroga. Te encuentro un poco corto en esto.

 

FAUSTO

 

Y yo te encuentro un poco largo. La pregunta y la respuesta en la misma frase. Entonces yo escucho. Y observo.

 

MEFISTÓFELES

 

Escuchas, observas y... firmas. (Fausto lleva involun-tariamente una mano al bolsillo del saco.) Una firma como tantas otras en tantos lugares. Un simple nombre y un simple apellido, para asentar los cuales y vaya uno a saber por qué convención, los humanos deforman la letra. Un simple nombre y apellido casi siempre compensados por el motivo que lleva a asentarlos en esta o en aquella hoja escrita. Algo como la felicidad de la balanza. ¿Es así también en este caso, Doctor?... Lo que niega tu firma, ¿pesa casi tanto como tu firma?... Ahora soy yo quien observa y escucha, Doctor. Y esto quiero saber: ¿Pesa tanto tu firma como la esperanza de los hombres? ¿Doctor?...

 

Fausto lo mira sin responder.   

 

De acuerdo; es demasiado pronto para preguntar... y para responder a fondo. Perdón. Debemos primero lucirnos un poco desplegando el protocolo del huésped y el del anfitrión. Sobre todo en este caso, en que ambos nos vemos obligados a asumir esas respectivas condiciones. Yo prometo ser un buen huésped. ¿Serás tú un buen anfitrión?

 

FAUSTO, siempre irónico y todavía con cierta incomodidad, como si no estuviera convencido del todo de la realidad de la situación.

 

Prometo ser un anfitrión que escucha a su huésped. ¿Por qué obligados?

 

MEFISTÓFELES

 

¿No tengo razón?... Ah, Doctor, sabes escuchar, no puede negarse. Sabes distinguir. Escalonar las respuestas según el orden de las preguntas. Y ello pese a no haber asimilado todavía del todo la situación, a no haberla consentido del todo en tu interior... ¿Por qué obligados? Oh, vamos; creí que tu regreso aquí a tu estudio significaba que me habías aceptado, con todo lo que ello implica. Por ejemplo, encontrar ineludible, obligada, esta cita. Porque si yo soy yo, si soy quien soy, y tú eres tú, o, para decirlo con más precisión, si tú, luego de lograr lo que has logrado, pretendes hacer lo que pretendes hacer, ¿cómo evitar este encuentro?...

 

FAUSTO, avanzando hasta ubicarse cerca de la mesa.

 

Si eres quien eres... Bueno, se me ha pegado tu español.

 

MEFISTÓFELES

 

Es porque tienes muy buen oído. ¿Podrías... seguir así?

 

FAUSTO, todavía como participando de un simulacro.

 

 Si eres... Si sos quien sos, ¿no es la costumbre que te invoquen? ¿Desde cuándo aparecés sin ser llamado? Y cuando te invocan, ¿no es al comienzo de una carrera o cuando una encrucijada detiene al genio?

 

MEFISTÓFELES

 

O cuando el genio tiene menos genio que ambición. O cuando siente de pronto nostalgia por ese poder que tanto despreció antes. O cuando anciano desencantado ya y como un estoico al revés, desea abandonar este mundo trocando la copa de cicuta por el néctar recogido entre las piernas de una muchacha hermosa... Pero verás; en ocasiones...

 

FAUSTO, interrumpiendo.

 

Una muchacha llamada Margarita, por supuesto.

 

MEFISTÓFELES, con una sonrisa.

 

Cómo eres irónico, Doctor... No; ésa es una larga historia. Ya veré luego de decirte algo de ella; de cómo fue compuesta, de cómo son compuestas todas esas historias. No, no siempre se llama Margarita ni tampoco es siempre Helena de Troya quien debe aparecer. Todo es más complejo. Esas historias, esas obras de teatro... en realidad... son a la historia verdadera... a mi historia verdadera, lo que la historia popular de tal o cual santo es a la verdad y la esencia de la santidad; la hoja que permite suponer el árbol, solamente eso. A propósito; he visto que ninguna de ellas falta en tu biblioteca. ¿Puedo preguntarte por tu favorita? (Fausto se encoge de hombros.) ¿La de Marlowe; la de Goethe? ¿El Doktor de Thomas Mann? ¿Las versiones populares?... (Recogiendo uno de los libros apoyados en la mesa.) Aquí tenemos la de Goethe. Parece haber sido leída... perdón, releída hace poco. ¿Qué piensas de ella?

 

FAUSTO, sin comprometerse mucho en el diálogo.

 

Una buena pieza para títeres.

 

Mefistófeles suelta una carcajada.

 

MEFISTÓFELES

 

¡Doctor!... ¿Es forma de hablar de Su Excelencia von Goethe?... Para títeres, já. Supongo que te refieres más que nada a la segunda parte ¿no?, y a la forma, tan... agitada, tan de carnaval napolitano. Pero Doctor, trata de ubicarte en aquel tiempo. Olvida tu cine, olvida ese aparatejo, la televisión, para cuyo contenido, según oí decir por ahí, piensan implementar en los hogares, en sentido simbólico, un sistema cloacal paralelo; olvida la música ubicua de hoy en día, dispensada por la presión de un dedo sobre una tecla; olvida el teléfono; ¡olvida Internet! Olvida todo eso. ¿Qué queda, qué les quedaba a aquellas gentes para distraerse?...

 

FAUSTO, disimulando un poco su ironía.

 

¿El sexo?

 

MEFISTÓFELES, tras sonreír.

 

Para distraerse, dije. Los ricos se aburrían con el sexo. Y los pobres... Para ellos era la cena.

 

FAUSTO, igual.

 

¿Ya entonces?

 

MEFISTÓFELES

 

Ya entonces; sí señor. Pero por suerte para aquellos... antiguos, existía el teatro, y, más a mano todavía, el Carnaval, ese teatro más silvestre. Quedaba también la Noche de Walpurgis, quedaban las grandes fogatas, las procesiones, quedaban las escobas embrujadas, los animales por el aire, ángeles, penitentes, bienaventurados, lémures, gnomos, gigantes, coros de ninfas... Quedaba esa zarabanda, Doctor, esa olla podrida de la fantasía. ¿Cómo negárselas a aquellas buenas y sacrificadas gentes, a aquellos antiguos, como dije?... Mira; en cualquier caso, si alguien debiera injuriar a esas piezas, ese alguien soy yo. Apenas si otra... personalidad ha sido tan calumniada en ellas. Y sin embargo no me quejo. Porque mentían, sí, pero algo de mi nombre siempre quedaba. Además, esos intermedios poéticos, a la par que le daban una cierta consistencia al mundo, lo rescataban también de simplemente flotar, como un bulto inconsciente, en el mar de leche y aire de la galaxia. Y ello, repito, por más que los detalles deformaran la verdad, por más que los poetas, inseguros quizá por no haber oído y visto muy claro, se sirvieran de una teología de catecismo infantil, de una teología de vieja de iglesia para armar sus argumentos. 

 

Pausa.

 

¿Una obra para títeres?... Digamos mejor: también para títeres; como cualquier otra. Y con un talentoso manejando los hilos. Un talentoso de la forma y la imaginación, aunque, como acabo de explicar y al igual que sus colegas, un tanto corto de vista y un tanto sordo. (Abandona el libro en la mesa. Misterioso.) Tal vez deba... Sí, tal vez deba ser yo ser más cuidadoso al iniciar una situación, al promover un encuentro. Más nítido, más explícito en el decir y en el hacer. Sobre todo en el decir. (Con un gesto que alude a las paredes.) Porque los poetas, más que nada, oyen. Y no siempre tienen las orejas limpias.

 

FAUSTO, irónico pero todavía resistiéndose un poco al diálogo franco.

 

Ni simpatía por la lógica.

 

Mefistófeles lo mira, esperando una aclaración.

 

Tu aparición, tu poder, certifican, supongo, la existencia de Dios. ¿Alguien seguiría adelante con un pacto luego de constatar eso?

 

MEFISTÓFELES

 

Bueno; mírate, Doctor. Tú mismo eres la respuesta. ¿Has huido acaso hasta la iglesia más cercana después de constatarme? ¿Lo has hecho?...

 

FAUSTO, sin emoción, como recordando.

 

En el laboratorio... a veces... he constatado milagros más... milagrosos que el de tu aparición. Y nunca corrí a ningún sitio. Dios está en todos lados ¿no?... Después, y hasta donde yo sé, aquí no existe ningún pacto.

 

MEFISTÓFELES, histriónico y como para disimular el desagrado que la alusión de Fausto sobre los milagros le provocó, se dobla, llevando una mano al estómago, como si hubiera sido alcanzado en un lance de esgrima.

 

¡Touché, Doctor! Touché, lo reconozco. (Y mientras vuelve a incorporarse, jugando a hacerlo en cámara lenta.) Pero aun así déjame aclararte algo. No se trataba, aquello, de falta de lógica. Era conocimiento. Conocimiento de lo humano. En los viejos tiempos los poetas sabían. Sabían poco, pero sabían esto: que muchos hombres prefieren ser una especie de dios por una hora que compartir una eternidad junto a Dios. Al menos era lo que ocurría antaño. Hoy, claro, a juzgar por cómo están las cosas... quizá les baste con ser nada más que como uno de esos reyezuelos africanos adornados con los incisivos, los caninos y los premolares de sus enemigos muertos.

 

FAUSTO

 

Estás desactualizado. Ahora para ese reyezuelo el adorno consiste en condecoraciones extranjeras.

 

MEFISTÓFELES

 

¿Sí?... Bueno; sea como fuere, la idea del pacto conmigo es perfectamente sostenible. Esta vez los poetas acertaron. En cuanto a Dios...

 

FAUSTO, interrumpiéndolo.

 

A veces también parecen confundirte con Simón el Mago.

 

MEFISTÓFELES, un poco tocado.

 

Ah, pero con esa milagrería subestiman en realidad al otro personaje principal, al Doktor, no a mí.

 

FAUSTO

 

Creí que era para definirte mejor.

 

MEFISTÓFELES

 

¿Esos pases de magia?... Oh, vamos; eso no es más que la escoria de mi poder.

 

FAUSTO

 

Una escoria agradable, a veces.

 

MEFISTÓFELES, caminando en torno a Fausto.

Bah; dulces para el anfitrión. Confituras para conocer el grado de su madurez. El sueño de Helena de Troya, por ejemplo, al que aludimos hace un momento. El sueño de verla, quiero decir; y preferentemente en su tocador, en alguna acción íntima. Un sueño recurrente, un clásico para hombres solos desde que el Consejero Privado la presentó en la segunda parte de su poema.

 

De pronto, al pasar por detrás de Fausto, parece ser asaltado por una ocurrencia. Enseguida, y sin que lo advierta aquél, hace con las manos en dirección al fondo una especie de pase mágico. Luego continúa caminando.

 

Un clásico que desde entonces es también mi clásico.

 

Se detiene en el costado izquierdo de la escena y golpea las manos. Cerca del fondo, sobre una especie de pedestal cubierto con una seda de color azul ultramar, aparece, el cuerpo desnudo y blanco como el de una estatua, Helena de Troya. Está sentada de espaldas a la platea, con el rostro apenas vuelto hacia un lado, y parece meditar. Como fondo se oye un tenue ruido de olas.

 

MEFISTÓFELES, con algo de presentador.

 

Helena de Troya, Doctor. Y en Troya, por la noche, meditando sobre su destino mientras observa desde una terraza las fogatas que cada atardecer encienden en la playa quienes tratan de rescatarla. (Con un gesto.) Adelante; aprovecha ese abandono concentrado de ella. Un abandono que tal vez ni siquiera Paris, ni siquiera los espejos pudieron disfrutar.

 

Tras el primer vistazo a la aparición, Fausto lo mira a Mefistófeles, que sonríe; después, afectando cierta indiferencia, se acerca un poco al fondo para observarla mejor.

 

¿No es maravillosa?... Observa ese rostro; un rostro que atravesó incólume y triunfante la diversidad de los tiempos, de los individuos, de las modas y las regiones. Nadie pudo ni podrá evitar rendirse ante él. Y un rostro que contamina de magnificencia al cuerpo, que lo rescata de cualquier imperfección... Di, Doctor; ¿no crees que una mujer así bien valió la ruina de Troya?

 

FAUSTO, un poco ausente, mirando a la mujer.

 

¿La disfrutaron todos los troyanos acaso?

 

MEFISTÓFELES, tras un amago de desconcierto.

 

Ay, ese individualismo. La disfrutó la especie troyana, representada por Paris.

 

FAUSTO, igual.

 

La padeció la especie troyana, querrás decir; y menos representada que nunca por Paris.

 

Y tras retornar al sitio que ocupaba antes y observando la aparición.

 

Pero una belleza así... en realidad... es la imaginación detenida.

 

MEFISTÓFELES

 

¡La búsqueda detenida, no la imaginación! La búsqueda, Doctor; la búsqueda que cesa, pues en ella, en esta Helena que tienes ante tí, cada hombre halla al fin la copia de ese original de belleza que, según Pascal, todos llevan en su interior. Existiendo ella ya no es preciso amar en abstracto, amar al amor. Relee a Pascal, Doctor, relee aquello de: “Nacemos con un trazo de amor en nuestros corazones que nos lleva a amar lo que nos parece bello sin que jamás se nos haya dicho lo que es”, y luego de haberlo releído, dime: ¿no crees que con este rostro milagroso la naturaleza sí ha dicho de una vez y para siempre lo que es bello?

 

FAUSTO

 

Si dijo eso... debió haber esperado a que existiera la fotografía para decirlo.

 

MEFISTÓFELES, aparte.

 

Me gusta, este doctor. No se lo arrincona muy fácil.

 

FAUSTO, con mirada penetrante y luego de haberse trasladado con lentitud estudiada hasta un sillón ubicado en uno de los laterales y de haberse dejado caer en él.

 

Empiezo a sospechar que te agradan los mundos cerrados. Los mundos concluidos.

 

MEFISTÓFELES, dirigiéndose hacia la mesa y advertido del cambio de actitud de Fausto.

 

¿Los mundos concluidos? Eso sería...

 

FAUSTO, interrumpiéndolo.

 

¿Quién sos? (Más intenso.) ¿Quién sos, diablillo?

 

MEFISTÓFELES, sentado en la mesa, de perfil a Fausto y con las manos enlazando una de sus rodillas.

 

¿Quién soy?... Soy el que es... Sí... El que es... Como tú, tu doméstica o quienquiera que sea. Exactamente eso, la única definición que puede permitirse alguien mientras está siendo.

 

FAUSTO

 

Un alguien muy famoso se permitió alguna vez algo un poco distinto de eso.

 

MEFISTÓFELES, inclinando el cuerpo hacia Fausto y manteniendo, a modo de guiño
cómplice, un ojo cerrado mientras responde.

 

“Soy el que soy”. A eso te refieres ¿no? a la respuesta que un tal Moisés dijo recibir cuando supuestamente interrogó a Dios. (Abandonando el guiño.) Pero eso sólo pudo decirlo Aquel que debió ser para ser. Nosotros... y ustedes y todo, recuérdalo, somos, por el contrario, el resultado de un hacer. Por ello, esencialmente no somos, sino que nos son. Grábate bien eso. En cuanto a mí, si bien soy, como digo, el que es, no soy el que los humanos creen habitualmente que soy. (Con otro tono y en brusca transición.) Sin embargo, ¡qué curiosidad tan mal enfocada, Doctor!... Me asombra ¿sabes? (Indicando con la cabeza la aparición.) ¿No te conmueve imaginar que ahí podría estar la mujer que tú quisieras, haciendo (breve guiño) lo que tú quisieras; o que podría estar el personaje más concluyente?... Cleopatra, Julio César, Judith, la reina de Saba, Napoleón (tomando un libro de la mesa y agitándolo), ¡Goethe!... ¿No te conmueve eso?... ¿Te conmueve más escuchar mi nombre, el ruido de unas consonantes y de unas vocales alineadas como ladrillos? (Abandona la mesa. Juega a exagerar el asombro.) ¿Te conmueve más una definición? ¿Te conmueve más la parte que el todo?...

 

Chasquea un dedo hacia el fondo y la imagen de Helena y el ruido del oleaje desaparecen.

 

Eso era el todo. Una parte que para el buen entendedor representaba el todo; la posibilidad del todo. (Se detiene y lo mira. Fausto continúa igual.) ¿Diablillo?... Ah, no es mucho pero vamos acercándonos a la verdad... doctorcillo. ¡Por el diminutivo a la verdad! Es algo, sin duda; que reconozcas a qué especie pertenezco. Es bastante... ¡Pero esa expresión de seminarista arrepentido! ¡Esa mirada de abogado observándose al espejo!... Fe, Doctor; fe y soltura. (Ensaya algo como una danza.) O simplemente fe; la soltura es su añadido natural. Fe en la apariencia, (abarcándose con un gesto) en esta apariencia. Fe y entrega para que esta apariencia clausure por un momento tu lindo observatorio, clausure la vista de ese cielo nocturno igual a un sombrero chino apolillado, y te presente una estampa bien distinta. Un motivo, para ser más preciso. Un motivo al que me gusta... al que nos gusta llamar “El motivo de Fausto”. ¿Listo, Doctor?

 

 

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