Edgar Brau

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NovedadesEl Proyecto Golem

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Edgar Brau

 

El Proyecto Golem
(fragmento)

 

Transcurrido poco más de un mes desde que el Consejo anunciara la conclusión de El Proyecto Golem, es posible comprobar que la extravagancia de suposiciones y de premisas vaciadas de toda verdad que ya en aquel instante recogió la revelación, continúa instalada y suscitando inquietudes donde el desconcierto y la sospecha se combinan peligrosamente. Errores de información o de interpretación, omisiones, conjeturas, establecen día a día un fondo donde los orígenes del Proyecto, sus resultados, su porvenir y hasta la expiación que habrá de afrontar la criatura, el Golem, se disgregan en la impureza de lo impreciso o, todavía peor, de lo equívoco. Como uno de los representantes del Consejo ante los científicos encargados del Proyecto, quizá no sea entonces vano que ensaye establecer una pausa en el presente escándalo (en el presente alboroto) por medio de este informe personal. Quizá su contenido, al establecer en el tiempo y en el espacio un índice preciso del Proyecto y de su desenvolvimiento, logre atenuar, siquiera indirectamente, los embates de esa turbia ola poderosa que hoy nos asedia y trastorna.  

El Proyecto Golem. El inicio de El Proyecto Golem, su génesis, se ubica en los últimos meses de la Segunda guerra mundial, al conocerse la muerte de la criatura y, podemos suponer, por obra de algún tipo de sueño de justicia de unos soldados de origen judío que servían en las vanguardias del ejército soviético, recién adentradas en un Berlín en plena claudicación. Por desgracia ni el nombre de esos héroes ni los detalles de su acción han perdurado, pero el caso es que aproximadamente medio año después de ocurrida aquella muerte y acabada ya la guerra, una porción de los restos de la criatura (hurtada a los soviéticos, que los habían rescatado por su parte de una apresurada hoguera alemana) se hallaba en Jerusalem, protegida por quienes en breve tiempo, al proclamarse la creación de nuestro Estado, habían de formar los mandos de su ejército. Según consta en algunos documentos reservados de la época, desde el principio se resolvió que la urna con “la reliquia del monstruo”, como se decía en ese tiempo, debía permanecer oculta del conocimiento público. No se especificaba en qué consistían los restos ni tampoco un uso determinado de ellos. De algún modo, y aun cuando ni en esos documentos primitivos ni en los posteriores aparecía alguna precisión con respecto al futuro de los despojos, era evidente que para aquellos pioneros se trataba de algo así como un legado, un tributo a los sucesivos estratos de dirigentes israelitas. Tácitamente, además, se establecía, se lanzaba un conjuro hacia el tiempo: cada generación debería hallar el modo más conveniente de tratar con la secreta urna simbólica.

Como es de suponer, nada bastó para mantener el secreto; muy pronto el rumor de que los huesos de “aquel hombre” se encontraban en Israel, empezó a circular por nuestro país y aun por el extranjero. Tras ello aparecieron las leyendas. Por ejemplo, y para citar una muy digna anticipación de El Proyecto Golem, en algunos casos aquellos restos se transformaron en todo un cuerpo, en un cadáver que la fantasía popular declaraba entregado a las artes de reanimación de un grupo selecto de rabinos, herederos del antiquísimo rabí que alguna vez, en la judería de Praga, logró crear, con arcilla y rezos, un ser casi humano, un golem; si esta magia conseguía triunfar, ahí se hallaba ya toda una serie complementaria de fábulas que anticipaban de los modos más bizarros el futuro de “aquel hombre” vuelto a la vida, en especial los castigos que debería afrontar. Otras leyendas, en cambio, señalaban la existencia de la cabeza semidevastada de la criatura, la cual supuestamente había sido depositada en los fondos de la sinagoga principal de Jerusalem para recibir, en el atardecer de cada día, las maldiciones del gran rabino. Con respecto a esta versión, puede indicarse que algo de su contenido llegó hasta nuestros días, al menos hasta los días de infancia de quien esto escribe; no era raro que en esos años las abuelas comentaran, al comenzar el shabat y con la cabeza vuelta hacia la sinagoga, que el gran rabino se aprestaba allí a escupir sobre “los huesos del diablo”. Pero ninguna leyenda o rumor logra extender su gracia, sus radiaciones, más allá de unos límites razonables, sobre todo si su contenido no halla una confirmación en alguna vivencia tangible. No mucho después (con el auxilio, es cierto, de las graves amenazas que se cernían sobre nuestro país) los murmullos relacionados con esta cuestión se fueron agostando hasta resumirse en alguna frase proverbial o en algún pequeño protocolo de superstición casera. Esa generación había concluido, de algún modo, sus tratos con el Golem.  

Transcurrieron luego algunos decenios sin ninguna novedad, hasta que un suceso de la ciencia logró que ciertas miradas volvieran de nuevo a converger, con un interés alerta, en la —otro apelativo de la época— “infernal urna”: un animal fue creado mediante la técnica de clonación. (Uso esta palabra ya en desuso y que equivale a nuestra “voz del espejo”, para recobrar algo de la atmósfera de aquel tiempo.) Es posible que hoy, cuando para recuperar a una mascota favorita que acaba de morir hasta nuestros niños utilizan esas técnicas, tal noticia parezca trivial y sin ninguna trascendencia; pero en aquellos años significó abrir una compuerta, y, en lo que a nuestro Golem se refiere, la posibilidad de que no mucho después, cuando de reproducir animales se pasó a reproducir seres humanos idénticos, él pudiera volver a existir con su plena apariencia. Claro que esto era de algún modo sencillo, pues bastaba —para decirlo muy imperfectamente— con una pizca de tejido orgánico del original; lo problemático era en cambio obtener un facsímil cuya personalidad (para no mencionar la memoria, las percepciones) fuera del todo igual a la del modelo. Se hicieron no obstante algunos ensayos. Más o menos a finales de aquel dislocado siglo XX, los admiradores del Golem se procuraron en el mercado negro ruso (donde derrumbado el imperio comunista cualquier cosa podía encontrarse) unas muestras de los restos de su idolatrado mentor, y mediante la coacción o el soborno consiguieron de algunos científicos la ayuda para llevar adelante sus proyectos de recreación. El más resonante de ellos ocurrió en la patria adoptiva del Golem, apenas concluida la cuarta década del siglo XXI. Durante una reunión política y ante una expectativa que se llamó entonces “mundial”, un doble de aquél fue presentado a la aulladora concurrencia. El trabajo era perfecto y los esfuerzos invertidos, al decir de los patrocinadores, ingentes. (Casi cuarenta años había consumido la labor, pues debía presentarse un golem con la edad que tenía el original durante su apogeo; en cuanto al escollo del carácter similar, se buscó salvarlo suministrándole a la copia, desde la infancia, unas condiciones familiares y de ámbito idénticas a las del personaje verdadero). El fracaso, sin embargo, fue notorio. Sea porque la ocasión lo superaba, sea porque la preparación no había sido todo lo esmerada que se requería, lo cierto es que el doble representó algo así como una versión en negativo del líder: su voz, aun cuando auxiliada por los medios técnicos más adelantados de la época, no lograba ser oída; los brazos no se despegaban de su cuerpo y, lo más grave, sus ojos, como atacados por el poder de las luces, permanecían todo el tiempo cerrados. Algo entre un paralítico y un ciego. Para evitar que la decepción (o la ira) fuera mayor, los organizadores arguyeron un bloqueo mental (la emoción ante el paroxismo afectuoso de los presentes) y se retiraron con la promesa de una presentación en el futuro inmediato.

Luego de esos intentos, o mejor dicho, incitados por ellos, en los años siguientes, específicamente en las décadas séptima y octava de ese siglo XXI, cundió la moda de los golems. Dobles de un dirigente comunista del siglo XX llamado Lenin, de un escritor inglés, Shakespeare, de otro escritor (italiano en este caso) apellidado Alighieri, de Landrú, de Jack el Destripador, de estrellas del deporte y del “arte de la pantalla” fueron presentados en diversas capitales y entre escándalos, protestas y promesas de investigación por parte de algunos gobiernos. Un joven esquimal súbitamente enriquecido con el recurso de embotellar agua extraída de los hielos del Polo Norte, ofreció fortunas por una fracción cualquiera del cuerpo del guerrillero francés Napoleón Bonaparte, a quien, una vez recreado, pretendía instalar en su muy amplio y fastuoso iglú. Por todo esto, los cementerios de nombre debieron clausurar el acceso a las tumbas de famosos o directamente trasladar los ataúdes a un sitio recóndito. Los engaños y las estafas no tardaron en multiplicarse. Cantidad de golems cuyos rasgos no correspondían a los declarados por los proveedores de materia orgánica, aparecían abandonados en plena niñez. Se establecieron (se procuró establecer), por obra de empresarios codiciosos y con la finalidad de presentarlos en exhibiciones ambulantes, grupos de golems de hombres y de mujeres muertos a causa de repulsivas malformaciones; de campeones de la pornografía antigua; de unos curiosos seres humanos, habitantes de la América Austral hasta finales del siglo XXI y conocidos en su tiempo con el apelativo de argentinos... Alarmadas por esos intentos y por ciertos resultados anteriores, las organizaciones humanitarias presionaron a los poderes responsables, que promulgaron entonces algunas ordenanzas reguladoras, no muy profundas ni muy explícitas. Pero se trataba en verdad de una moda, esto es, ella misma portaba su regulación: el volátil interés del público. Cuando éste fue percibiendo que no hallaría en ese fenómeno otra gratificación que el mero parecido físico, cuando su inteligencia al fin captó que el milagro no iba mucho más allá de poder contemplar algo no muy distinto de una máscara animada, su atención comenzó a apartarse y la ciencia, entonces, prontamente retornó a sus recatados dominios. Pero en algún lugar de nuestro país, entretanto, la tapa de la secreta urna simbólica se había levantado para no volver ya a cerrarse.

 

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