Edgar Brau

..............................

 
 
Novedades
Biografía
Biography
Libros en español
Works in English
Textos
Works
Fotografía
Photography
Entrevistas
Contacto
 

 

 

TextosProsa

...................................................................................................

 

Edgar Brau

 

El Fin de Cronos

Diarios 1999-2001

(selección)

 

 

EPIGRAFE  PARA  UN  LIBRO  DE  DIARIOS


¿Podrá, oh Tiempo, oh Antiguo,
romper la caravana de tus arenas
el colmillo sin malicia del momento?
¿Soportarán tu amor de escombros
la voluntad ataviada de vigilia y sueño;
el día seleccionado en geometrías de  luna,
la ilusión que se oye y cree bajo el sol?
¿O sangrará, como siempre,
su invisible humo tu meta,
en combustión el pálpito nuestro
de toda Tierra Prometida?
Contra tu mano mueve sin embargo
sus actos huyentes el hato de  páginas:
tal vez se fuguen tus sonámbulas  mudanzas
del espacio donde soporta su noche la memoria.
Tal vez... Pero entretanto y por arte de duda,
El fin de Cronos estamparemos como emblema.
Pues conjuro y apuesta es, últimamente, esta escritura.

 

 

7 de diciembre de 1999

Durante la madrugada, una profusión de sueños breves y en algunos casos no muy definidos. En un par de ellos aparecía mi abuelo Genaro (el padre de mi madre), muerto hace un poco más de veinte años. Se presentaba sentado en su sillón de lectura, en el salón de su casa cuyos ventanales se abrían a una perspectiva bastante despejada; el sitio donde durante mi infancia solíamos él y yo instalarnos en las siestas de invierno para leer, cada uno por su lado, algún libro. En ambos sueños su actitud era la misma: me sonreía de manera bonachona y mientras tanto su imagen se adelantaba con lentitud. Yo recorría entonces muy detenidamente con la vista el ambiente que aparecía a su alrededor: buscaba cierto cuadro de tema marinero, la pipa, el cortaplumas con que él picaba el tabaco. Pero la imagen comenzaba de inmediato a diluirse y en instantes era nada más que una neblina grisácea —una neblina que acompañaba el dormir que seguía al sueño y que no tardaba mucho en volver a desgarrarse para ofrecerme otras visiones.
Al despertarme, la imagen de mi abuelo continuaba presentándose en mi memoria, idéntica a la de aquellos dos cortos sueños. Tomé entonces de una de las bibliotecas que están en mi cuarto un libro de Tácito, Germania, y comencé a buscar los dos pasajes que a partir de una lectura hecha alguna vez en voz alta por mi abuelo (pues en ocasiones yo le pedía que me leyera algunos fragmentos del libro que él tenía entre manos) nunca había podido yo olvidar.
El primero de ellos describe la costumbre que tenían los antiguos germanos de llevar a la batalla a sus familiares más directos, de modo que durante el combate podían oír el ulular de sus mujeres y los llantos de los niños y aumentar así su coraje; además, si se presentaba el caso de que el empuje enemigo fuera mayor, las mujeres exhibían sus pechos desnudos para señalarles a sus esposos el cautiverio al que se verían sometidas si ellos eran derrotados.
El segundo de los pasajes narra el modo como los harios multiplicaban su ferocidad: utilizaban escudos negros, se untaban el cuerpo hasta ennegrecerlo y atacaban en noches muy oscuras para favorecer el terror que infundía su apariencia de ejército espectral, como de otro mundo. Y añade Tácito (y yo lo recordaba tal cual) que ningún enemigo soportaba esa visión inusitada, “pues en cualquier batalla los primeros en ser vencidos son los ojos”.
Volví a leer dos o tres veces esos fragmentos, y cada vez la voz de mi abuelo fue recomponiéndose un poco más en mis oídos. Luego, al cerrar el libro, su rostro pareció animarse un instante delante de mí, con la misma expresión que tenía en los sueños. Sonreí entonces yo también, pues comprendí que tal vez él no había querido más que eso: volver a compartir la lectura de una obra favorita.


9 de diciembre de 1999

Tarde bien porteña: tangos y mates. Tangos: Raúl Berón, quien encabeza mi ránking de cantantes (Goyeneche al lado y luego... “a vuestro gusto”. Con matices, sin embargo: deben aparecer Charlo, Floreal Ruiz, Rivero, Fiorentino, Campos, Juárez; Corsini, con su dejo de gringo precavido...). Un cantante, Raúl Berón, con una voz que para mí evoca la calidad, la textura y el color de una plata vieja. Una plata transmitida como por milagro de orfebre en orfebre y en cuya pastosidad coagulada como un ámbar parece fulgurar todavía la cálida humedad de las manos de otros cien artesanos olvidados. Una voz con una modulación levemente quejumbrosa que sugiere entonces la idea de cobijar, de contener: el índice concentrado de una melancolía porteña total; el acarreo de unos prestigios vocales desconocidos, esos aprontes de cantores callejeros nunca estrenados que la propia ciudad le dispensa, como tributo, a su elegido: canta Berón y en su voz tararean todas las ventanas abiertas de todos los barrios...
Y es aquélla una melancolía metafísica, esto es, menos del individuo que de la especie (la especie porteña), una melancolía que Gardel no reflejó suficientemente y que, en parte, le debe su hondura al hecho de haber pasado antes por la dicha, pero una dicha provisional y como condenada, una alegría en préstamo, propiamente. (La voz de Gardel es como un objeto precioso que reluce más o menos según el clima de la canción; ésta le da sus días de sol y sus días nublados. Berón, en cambio, su voz, es quien “condena” a la pieza musical a llenarse con aquella atmósfera intrínseca de la ciudad y a comunicarla después sin falsos aderezos; el clima profundo de sus interpretaciones es semejante al que resulta de ver una sonrisa reflejarse en un espejo rajado. Por eso me parece la voz de Buenos Aires —y su versión de Discepolín, con Troilo, el absoluto de su arte.)
En cuanto a las mujeres, solamente María Graña puede llevarme a unas impresiones parecidas. Pero en su caso, y cuando semejante a un ave fabulosa que abandonara las grandes alturas para exhibir por un momento el esplendor de su plumaje, su voz planea (en Rebeldía, por ejemplo, o en No me esperes esta noche), es el prestigio del topacio lo que se presenta a mi imaginación; toda suerte de tibiezas atrapadas en una gota de sol. Un color, además, de voz que es a un tiempo la luz y el calor amable de un sol de invierno (un sol de las cinco de la tarde animando una fiesta de reflejos en los oros, los bronces y los cobres enfrentados sobre un mueble favorito...).
Y el caso de María (y el de Rubén Juárez y, ya en otro estilo, el de Adriana Varela, con su voz como un café tostado) viene por otra parte a desmentir el lugar común acerca de que siempre las mejores voces aparecen durante el mejor tiempo de un género; ella surgió cuando ya el tango estaba en decadencia. Pero bien pensado era ésta una fatalidad necesaria: nada menos que una voz semejante precisaba el tango para transitar con un cierto amparo sus tiempos de “peste”. 

 

22 de diciembre de 1999

Dios. Dios. Aquí y allá (y en estos apuntes) este término, sin apenas ser definido o sin que ninguna definición encienda algo más que la luz prontamente consumida de un chispazo. Aun así, esta intuición: ¿será Dios el futuro?... Meditar. ¿Y no serán las palabras unos demonios multiplicados por algún antiquísimo hacedor perverso para acotar, debilitar y finalmente oscurecer la magnificencia de la Creación?

 

¿Y no serán entonces los poetas como unos malos vientos, llevando y trayendo esos gérmenes? ¿Un torvo ángel el predicador? ¿Será el sinónimo como una segunda espada con que desmochar los ecos moribundos de ese atacado cielo?... Meditar también.


2 de febrero de 2000

Una tarde que parece no transcurrir, “como de arena”, según un dicho norteño. En la atmósfera y en el ánimo un desgano de harén. Y entonces, como entre residuos de sed, este capricho: beber de a una y con aplicación sabia de lagarto, las gotas de sudor que en algún sitio y a esta hora, rayan seguramente el agraciado vientre moreno de alguna  favorita en sueño.


Contemplación: la acción de los dioses.

9 de marzo de 2000

Melancolía. O más precisamente esa acedia de los antiguos, esa renuncia a ser lo que uno es, ese regodeo de una debilidad que abandona su labor para jugar a la desesperación y ser finalmente capturada por ésta. Todo es entonces desesperado, un desasosiego donde sin importar la dirección en que fijemos nuestra mirada, nos convertimos al punto en unos fantoches de sal.
Un regodeo  consciente, además, como el de unos personajes que trataran de castigar en sí mismos, anulándose, el orgullo complacido del creador que generosamente les asignó tal o cual rol.
Intentar no ser lo que se es: piedra fundacional de los infiernos teológicos.

26 de marzo de 2000

PEQUEÑA FANTASIA SOBRE LAS VOCALES
A: como el esbozo de una arquitectura metafísica: en el ápice, en el filo de la unión, los contrarios, el ying y el yang que confluyen y se confunden. Un lugar apenas habitable; en el intangible vértice, una apoteosis de luz pronta a borrar cualquier presencia. Más apacible, en vez, la línea de ingeniería que une las dos verticales; un puente para el ir y venir de quienes no osan un escalar más arriesgado.


E: línea de partida de una apuesta por lo infinito. Ojo o mano o pensamiento en un vértigo de proyección todavía mensurable. Un tridente, también, para la cartilla más basta del complejo simbólico; un instrumento inerte que una mano y la cosecha animan —el signo, en fin, más preciso de lo auxiliar.


I: La Torre de Babel del alfabeto. Una aspiración de ascenso afinada hasta su límite y como en temblores de estiramiento: el sol del punto es la meta.


O: Gran Muralla contra la amenaza de lo abierto, escudo contra espantos de infinito. Recogida en su orbicular módulo, dilata allí en abrigo, gravemente, sus fermentaciones la noche de los sueños.


U: resonancia, pesada de saber, de lo que se hurta a cualquier estrépito. Anfora, asimismo, que todo lo filtra para lanzarlo luego en un callado decir con sabor a humo. Manos levantadas en ofrenda a las que la incógnita de lo celeste, llenándolas de pesadez, empuja con discreción hacia la tierra.


28 de marzo de 2000

El encuentro de Goethe y Napoleón; Nijinsky bailando con Los Ballets Rusos en París el Preludio a la siesta de un fauno; un café con leche compartido junto a su lecho de enfermo con Proust en su casa de la calle Hamelin; una carta de Ingrid Bergman semejante a la que le enviara al director Rossellini; Berón con Troilo estrenando en presencia de Manzi, el autor de la letra, y del propio Discépolo el tango Discepolín; una noche con Teilhard de Chardin para discutir su obra El fenómeno humano; una noche con el Maestro en los cafés de Avenida de Mayo, hablando de Shakespeare; Grace Kelly en el instante de despojarse de su vestido de novia, durante la noche de su boda; Lawrence Olivier en Otelo, en el teatro; Orson Welles pronunciando el sermón con que se despide a los marinos, en el filme Moby Dick; la primera lectura completa de Las mil y una noches, un verano; el libro de Poe ganado en un concurso de barriletes, a los siete años...
He aquí, aproximadamente, lo que daría a cambio de revivir el momento en el que Erzsébet, una noche de junio del ochenta y cuatro, abandonó la vieja bañera enlozada donde acababa de tomar un baño de inmersión, en la casona de la calle Misiones donde ensayábamos Las flores del mal, y, cual Afrodita naciente, se inmovilizó de espaldas a mí hasta que la última gota de agua terminó de deslizarse por su maravilloso trasero...

30 de marzo de 2000

Pascal: una razón que se hurta, por momentos, a los ojos de su amo. Intuición poética; juega a remontarse, a tocar cada extremo de lo contradictorio hasta reunirlo en un haz de aparente afinidad. Sus Pensamientos: unos haikus metafísicos.


31 de marzo de 2000

Cualquier creencia verdaderamente abandonada a la lógica es antihumana: todo por y para el dios.

Las contemplaciones de la divinidad para con el hombre: izquierdismo de religión.

En la Patética de Tchaikovsky, en el Adagio lamentoso del final  y ya en las primeras notas, como el temblor de unas olas moribundas que arrojan en la playa los restos de un naufragio ocurrido muy lejos. Un mar calmo, aplastado, de un color gris que es el color de las nubes con las cuales se confunde en un horizonte por demás cercano. Y los timbales, entonces, irrumpiendo como heraldos de unos vientos que arremeten apenas una vez contra la costa, como para abrirle paso a otro viento, un viento de una condición distinta, cósmica, llegado de una lejanía inconmensurable y que parece anticipar una hecatombe anímica con sus ráfagas de un poderío perezoso. Es en verdad el soplo de esos espacios infinitos que aterraban a Pascal, y sus arremetidas semejan el comentario del destino de una humanidad a la que suspende un espanto metafísico, una humanidad que representa y contiene el acto de ese hombre aparecido allí, sobre un promontorio, al arrebujarse una y otra vez con su capote, apenas esperanzado ya de hallar en sus torsiones algún alivio para ese frío abarcador. Luego, de improviso, y como si un sol se apagara, todo se disuelve en obediencia al Andante.  

En los ápices de la masculina esperanza, halla su mejor don la mujer que nos deslumbra.

5 de abril de 2000

Relectura de un largo artículo de Charles Moeller sobre Simone Weil. Ubicado en su promontorio de Verdad y Ortodoxia, el ensayista refuta brillante y honestamente el pensamiento religioso, sus connotaciones, más precisamente, de la autora de La pesanteur et la grâce. El cristianismo de ésta, según Moeller, y el clima espiritual que sostiene su caridad, no son más que una de las ramificaciones de la gnosis, y el sistema mismo con que reúne sus experiencias espirituales constituye una herejía.
Para quien se ubica en un promontorio semejante al del autor, son ésas seguramente unas conclusiones que llevarán a arrojar a un rincón las obras de la escritora judía; puesto a escoger entre la Verdad y lo que se le opone... Pero un intelecto que no ambiciona tanto como la Verdad, o que no osa denominar Verdad a esas —¿cómo llamarlas?— aproximaciones, a esos folios de títulos y contenidos tan diversos y que no pueden sino agruparse bajo el rótulo invisible y general de ESPECULACIONES, ese intelecto hallará que tanto Simone Weil como Bossuet como Aristóteles como Spinoza (como...) son los talladores de unas figuras de hueso, de madera o de marfil con que el espíritu humano procura aproximarse a ese Algo siempre huyente y cuya variedad de nombres (aun el de Verdad) tanto colabora a su ocultamiento.
Relativismo superior, sí, y en el cual un espíritu en pos también de lo superior hallará lo mejor de cada intento intelectual. Textos sumados a otros textos para formar el solo texto, al modo como los distintos hombres forman el “solo hombre” de Pascal. Sucesión de escritos formando un único escrito, cuerpo donde cada intento se equilibra con su antagonista hasta adquirir, por violencia de unión, el carácter de símbolo con que se rescatarán a sí mismos de la soberbia y del ridículo de pretenderse “Verídicos”.


7 de abril de 2000

Innumerable y repentina la coreografía proyectada por la pantorrilla femenina entrevista en un ángulo de sol sobre la vereda. Y una cabalgata enseguida como sobre regazos de pavlovas por sobre esa pierna y hasta la nuca, donde el rechazado mordisco halla entonces que no es más que una cicatriz en el tiempo ese ensueño; el testimonio de los lugares ahora muertos pero donde antaño, para mí solo y sine túnica, danzaba la bailarina una música alzada contra los ecos del silencio.

3 de junio de 2000

Para esperanza de dioses, los niños: cada nacimiento, un instante de retraso en el Juicio Final.

“Hágase la luz”. Y Dios, entonces, cegado para siempre.


26 de junio de 2000

Entre desesperaciones y vigilias de milagros. Pero el solo milagro sería imitar exitosamente al barón de Münchhausen: caído en un pantano, se rescató a sí mismo tirándose de los cabellos.


27 de junio de 2000

Unas vueltas por el centro. Aquí y allá palomas aplastadas por automóviles. Sensación de asistir al nacimiento de una especie depredadora impiadosa, estúpida y que se ignora a sí misma. Dinosaurios contra mariposas.

Por la tarde, como casi todos los días, un paseo breve por la plaza de Paraguay y Libertad. En lo alto, entre tonos semejantes y corridos y como recordado conjuro de Turner, un cielo rosa y gris.

30 de junio de 2000

Magníficos, los españoles: utilizar sus mejores toros para deshacerse cada tanto de algún cretino...


6 de julio de 2000

Como unos buenos chanchos domésticos abandonados en el monte, con cada día transcurrido nos acercamos los argentinos un poco más al jabalí.

Sacrificio del sacerdote y del militar: están ahí para recordarnos que Dios es otra cosa, que la patria no es eso.

7 de julio de 2000

No el último día para meditar acerca de él, sino el único; y es justamente aquél.

De nuevo como entre nubes de ceniza. Nube de cenizas, en verdad: personal, fiel y siempre concurrente. Literatura entonces como sol. ¿Durará?

8 de julio de 2000

El espasmo amoroso. Perfectamente expresado eso de irse, que tan poco se usa ya. Un maëlstrom interno que nos arrebata y, licuándonos, nos agrupa después para finalmente expulsarnos hacia esa intensa boca de luz cuya presencia nunca falta cuando nos es preciso un cobijo último —esa luz que recibe al moribundo.
Un irse, en verdad, un dejarse ir también, activo, provocado y semejante al que los místicos alemanes, en el medioevo y para señalar su voluntad de unirse a Dios, designaban con la palabra Gelassenheit. Propiamente irse es acertado aun en el mero plano de los indicios y de las pruebas: todo un futuro nos abandona en cada gota de esperma.

Ejemplo de pesadilla a la que un simple cambio de lecho convierte a veces en un bello sueño: la mujer del prójimo.

16 de julio de 2000

De caminata por una calle cualquiera del barrio de Montserrat, acaso Solís o Combate de los Pozos, admirando aquí y allá ese heroísmo de los palán-palán que los implanta hasta con la prepotencia de sus flores en las grietas de las casas abandonadas, sin más necesidad que el polvo de la calle y la humedad de una lluvia esporádica, me retraso para darme tiempo a recoger una pluma que cae lentamente de un balcón. Es una pluma de paloma, de la zona del pecho o de los costados, que se deposita en mi mano como un copo de nieve.
Continúo caminando y mientras la contemplo. Acaso por lo leve de su peso y su tonalidad cenicienta, se me aparece el recuerdo de una acuarela japonesa cualquiera, o mejor todavía, de un fragmento de ese papel de arroz en cuya consistencia granulosa parecen siempre estar desvaneciéndose los perfiles de un arrozal o el ángulo de una senda semicubierta de nieve. Esto me lleva por su parte al concepto acerca de la sugestión, que define en la tradición literaria japonesa la creación de un buen haiku, y a la consecuente solicitud de las habilidades sensibles del lector para completar la sencillez de tales bosquejos poéticos. Una pasividad muy activa, para decirlo a modo de oximoron, resulta de la índole de esos versos breves, en los que el instante de un paisaje, por caso, su descripción, debe arrancarle a quien lee, y para que la intención del poeta se complete, una meditación acerca de la eternidad.
Repaso, como digo, esa especie de estación literaria de Oriente, pero ya la palabra haiku ha introducido entretanto en la meditación, o en el recuerdo, la idea de que esa pluma es también un haiku, un trazo apenas de todo aquello que puede asociarse al término paloma, desde la apariencia del ave hasta la arquitectura donde habita, pasando por el símbolo y por la historia. Y así, de pronto, todo es ya haiku, nada parece estar completo, cada cosa, cada objeto, el ladrillo del muro en ruinas, el muro mismo, las personas que caminan, sus caras, su forma de caminar, este y aquel ruido, esa casa y esa torre, el pocillo de café que alguien aproxima a su boca, la nube como apoyada en una cúpula y el rayo de sol que los filos de la esquina quiebran, todo debe ser completado por quien lo percibe, y acaso sólo para descubrir que lo que parece, al cabo de esa reconstrucción, reposar ya en algo como la consumación calmada del círculo, no es sino un trazo apenas más complejo que lanzará nuestra “colaboración” a unos rastreos cuyo fin quizá no se halle en parte alguna. O en ese haiku primordial: “Hágase la luz”, con que este mundo “de rocío” comenzó a desenvolverse.
La marcha prosigue, con pasos más lentos ahora y rememorando el haiku que escribió el poeta Issa en los principios del siglo XIX para contestar a quienes trataban de consolarlo por la muerte del único hijo que le quedaba, para contestar a las consideraciones acerca de la fugacidad de todo lo viviente que suelen invocarse en esos trances: “El mundo del rocío / es un mundo de rocío, sin embargo / sin embargo.”
Lo repaso mentalmente varias veces y hallo que aun cuando hay como una intención de protesta en ese poema, una queja apenas esbozada por lo transitorio de algo que merecería tal vez una eternidad, es ello solamente un asomo, que se anula rápidamente en la consideración subsiguiente acerca de que nada es en verdad, medido desde lo absoluto, más duradero que el rocío, más duradero que el hijo de Issa. Es ése un poema, un epitafio escrito en memoria del universo. Todo es rocío, la galaxia, el cometa, los soles, el mar, las nubes, la pluma y la mano que la sostiene. Y posiblemente entonces el único poema que sobre esto podamos escribir sea ese “sin embargo”, en el cual se balancean, observándose con disimulo, un deseo que se sabe imposible y una aceptación cuya melancolía sonríe con esa sonrisa que algunos sensibles alcanzan a percibir en todo aquello que ha logrado una apariencia.
Me detengo en una esquina, ante un rectángulo de ladrillo con su árbol; unas irregulares matas de hierba rodean el tronco todavía delgado. Es el atardecer. Inclino la mano y la pluma se desliza sin apenas desviarse; cae en la hierba, permanece un instante adherida a una hebra de pasto y al fin se aloja en la profundidad verde oscuro. La observo una última vez. Su claridad se ha teñido con la sombra vegetal. Por una asociación un tanto libre me acuerdo del haiku de Bashô donde el mar se ha oscurecido y los gritos de las gaviotas se han vuelto ligeramente blancos. Lo musito, como una oración, y luego me alejo.

 

6 de agosto de 2000

Entretenido durante la mañana en repasar los cantos del Martín Fierro que desde hace un tiempo proyecto grabar con mi voz. Tras un par de lecturas me sigue pareciendo que el texto está bien seleccionado; las supresiones no se perciben. Después me esmero en “dormir” la voz para el canto segundo de la Vuelta:

Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto...

Al final no resisto la tentación de actuar, con la voz más fiera que puedo conseguir, el discurso que les echa el Comendante a los gauchos que serán enviados a la frontera para pelear contra los indios:

Cuando vino el Comendante
dijieron: “Dios nos asista”—
llegó y les clavó la vista;
yo estaba haciéndome el zonzo—
le echó a cada uno un responso
y ya lo plantó en la lista.

“Cuadráte”, le dijo a un negro,
“te estás haciendo el chiquito—
cuando sos el más maldito
que se encuentra en todo el pago,
un servicio es el que te hago
y por eso te remito.

 

Etc., etc….

 

.................................

 

Una escena, en verdad, para jugarla con lo retumbante de la voz y también con unas trazas semejantes a las de los personajes de Molina Campos: unos mofletes, unos bigotes, unos dientes y unas miradas tan tremebundos, que hasta los animales que andan por ahí parecen contagiarse y exhibir unas características similares.
Y al margen: qué naturalidad, qué necesidad, más propiamente, en la rima hernandiana; cuánta ausencia de diccionarios en esos bordes impecables de las estrofas, en esos remates de verso que parecen incluso ubicarse con más naturalidad que las palabras que conforman el cuerpo interno de  cada estrofa. Y luego el humor mezclándose con lo trágico (un adelantado, un moderno Hernández entre nuestros autores en eso de la tragicomedia), lo cual de algún modo lo emparenta con Shakespeare —y qué útil sería confrontar algunos aspectos de Hernández con ciertos aspectos del poeta inglés, fundamentalmente aquellos relacionados con la descripción de la naturaleza, con las salidas ingeniosas de algunos personajes, con la presentación de determinada barbarie, con las estructuras verbales y con los dichos que pasan luego al habla del pueblo. Con esa facultad de observación, en suma, con que los grandes ejecutan el censo de lo particular-social y de lo general-humano.

13 de agosto de 2000

Por la tarde un trabajo de selección en los papeles que se han ido acumulando con los años. Variaciones de frases, esbozos de cuentos que nunca serán escritos, copias de relatos hechas en la vieja Olivetti, con tiras de papel pegadas sobre la hoja para corregir o suplantar una frase, se van acumulando rápidamente en una caja a la que luego le prenderé fuego con su contenido. A veces me detengo para leer un párrafo redactado acaso diez años atrás, y tengo entonces la sensación de estar leyendo algo escrito no por alguien que ha cambiado en esto o aquello sino directamente por otra persona. No es una cuestión de estilo ni esa inseguridad del principiante que tan ajena se le presenta a uno mismo después; se trata más propiamente de una atmósfera, de una estrechez indefinible pero con límites de una cercanía y de una pesadez casi físicos; se diría una sala de calderas en la que el calor apenas si cuenta en el momento de calcular las combinaciones de que resulta semejante opresión.
Arrojo entonces con rapidez el papel en la caja y acto continuo me topo, quizá, con uno de esos versos que al primer golpe de vista parecen buenos pero cuyo prestigio se disgrega ya con el primer repaso; uno de esos versos ante los que mentalmente uno ensaya variaciones con el fin de salvarlo; al fin y al cabo en el momento de ser escrito seguramente que o colmó nuestra ambición de ese instante o al menos nos prometió algo parecido para después, para cuando nos decidiéramos a abrazar con más violencia a la Musa. Pero al final tampoco él se libra de la caja —y cuántos lectores quedarían satisfechos con estas escorias, con estas aproximaciones. Mejor aún: cuántos de ellos estarían agradecidos por servírseles apenas un simulacro.
Y por cierto que cada vez que emprendo una tarea de este tipo, se me presenta el recuerdo de mi abuelo paterno, a quien no conocí y a quien ni siquiera mi padre conoció, puesto que murió cuando él tenía un año de edad. Y lo recuerdo porque era escritor, un escritor de entre casa, un poeta, para más precisión, que nunca publicó nada y cuyos cuadernos repletos de poesía fueron destruidos, después de su muerte y debido a la dejadez de mi abuela, por una gran inundación, que se llevó incluso hasta los retratos de él. En el caso de mi abuela ese desinterés se debió seguramente a un deseo de vengar el hábito que tenía su esposo de encerrarse durante días e ignorar todo aquello que no fueran sus escritos; un rencor típico de ama de casa. Pero el hecho es que nada ha quedado de él, de modo que mi evocación acaba siempre por ser algo imaginario. Debo figurarme su rostro, su apariencia, su voz, debo figurarme esas tardes en las que él, llegado de su trabajo, aceptaba, acaso distraídamente, algún mate, apurado por asentar en el papel esos versos cuyo pulido habrá ocupado su mente todo el día.
Y esos versos, esos poemas, ¿qué podrían ser? ¿Serían sonetos, según el modelo de los “campeones” de entonces? ¿Serían versos libres, quizá con algún acierto genial aquí y allá? ¿Qué títulos les daría a sus libros? ¿A qué poetas admiraría? ¿Conocería la obra de Rimbaud, de Nerval; o su noticia se detendría en la existencia de esos poetas-costureros a los que nunca se les caía de las manos la cinta métrica?
Qué contento me pondría saber que conoció a Whitman, a Ungaretti; que conoció a Rimbaud, como digo. Saber que le hizo lugar en sus poemas a una naturaleza más amplia que la que lo rodeaba, a un pensamiento, a unas imágenes, a unos temas más osados que los que entonces (la década del veinte, del treinta) podían encontrarse en la obra de los más renombrados poetastros de “nuestra América”.
Que dentro de sus posibilidades no escribió ni para novias ni para declamadores de escuela; que incluso no condescendió a esos “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” o “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires / la juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Que buscó (y nada importa si la halló o no) una dimensión cósmica, metafísica, con que sumarse al asentimiento al mundo del hombre-poeta, ese asentimiento que triunfando de la escoria gris que cada tiempo deposita sobre la experiencia personal, triunfando de la desesperación y del holocausto esporádico, ha ido acumulando los materiales más útiles para elevar un triple arco hecho de verbo, de pensamiento y de historia que alguna vez, en los folios de la eternidad y por ese sudor de poeta, lucirá tal como hoy lucen los arco iris en las alturas de la tierra.
Y nada importa entonces tampoco hoy que su obra, su ladrillo, sea solamente la evocación de unos trazos cuya tinta se diluyó para siempre en unas aguas desbordadas; “Porque en lo interior sí está hecho”, según dijo Goethe. Y quizá cuanto mejor hecho está en lo interior, o cuanto mejor hecho está para lo interior, para lo que trasciende lo real, tanto más ubicua, tanto más necesaria sea la catástrofe que arrebata esa acción de nuestra esfera y la conduce al destinatario que verdaderamente le corresponde.
En suma: bien pensado, quizá esos cuadernos irrecuperables hayan tenido un destino más venturoso que el que podrían haberles arrimado cincuenta ediciones.

 

20 de agosto de 2000

La acentuada pequeñez de nuestro tiempo bajo los nombres de incomprensión e ignorancia: unos jóvenes franceses enviaron a distintas editoriales de su país obras de Rimbaud apenas disfrazadas para ver si aceptaban publicarlas; no recibieron una sola respuesta positiva.
Menos una cuestión de pequeñez que de grandeza, en realidad: la grandeza de Rimbaud, intacta y lista para continuar carcomiendo la muralla de tiempo que pretenda domeñarla.

Rimbaud y Pascal: cuántas frases de una Temporada, cuántas frases de los Pensamientos podrían intercambiar sus paternidades. Y no solamente por una coincidencia de estilos.

“El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas la formas de amor, de sufrimiento, de locura, él mismo las busca, agota en él los venenos para no guardar sino las quintaesencias. Inefable tormento que requiere toda su fe, toda la fuerza sobrehumana, y por medio de la cual acaba por ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito —y el supremo Sabio!”
Qué interesante hubiese resultado conocer una refutación de Pascal (pero todos los poetas tienen razón ¿no?) a este canon tal vez demasiado famoso de Rimbaud. Quizá hubiera empezado por declarar que en principio el poeta trata más bien de compaginar el desarreglo que se produce en su interior al irrumpir en el mundo, de adecuar una existencia como macerada en libertades sensibles, en licencias de armonía, a la densidad impura que le sale al paso no bien intenta instalarse en la vida. Que desbaratar sus sentidos es un lujo que no le está permitido, puesto que desde ellos se proyectan las coordenadas con que irá construyendo el mapa celeste de sus percepciones y el astrolabio delicadísimo capaz de situarlo a continuación en rumbos de la mejor travesía. Luego, y siempre en tren de suponer, explicaría posiblemente que esas formas de amor, de sufrimiento y de locura no las busca el poeta sino que son ellas las que lo persiguen a él; y que si en cualquier caso algo busca el poeta, es justamente sustraerse a esa persecución. Porque saturado de los venenos quintaesenciados de aquellas formas, su genio destilaría ya solamente cóagulos allí donde debería manar el encadenamiento bien concertado de imágenes, de ritmos, de consonancias, y aun de las disonancias con que se expresarían los ahogos de su experiencia vital. Algo como una huida, pues, para asegurar la mejor Videncia; e inefable tortura, sí, pero porque en las etapas de esa fuga la niebla se desgarra y el poeta contempla que es de su premura y de su agitación de donde, por una especie de contrahecha fatalidad, extrae su fuerza todo eso que él pretende dejar atrás. Tanto más huye, tanto más lo ciñe, por destino ineludible de poeta, el abrazo de esas formas malsanas. Y al final queda acorralado. Entonces, diría quizás y ya para terminar el filósofo de Port Royal, es cuando el poeta debe volverse y, mientras la niebla se cierra nuevamente, abrazarse en batalla a sus perseguidores. Y de lo que resulte dependerá al final ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito, o el supremo Sabio.


8 de septiembre de 2000

Durante la noche el ruido del granizo me permitió apenas dormir; tan intenso me pareció, que esa duración desproporcionada que le adjudico seguramente no fue sino su prolongación en sueños.
En la mañana la lluvia se mantuvo constante. Instalado en mi escritorio, me dediqué entonces a componer un epígrafe para Mares de Ahab, que pienso publicar dentro de poco. Debía ser un texto dentro de la tradición ballenera, semejante a los que aparecen al comienzo del Moby Dick, y que ayudara al mismo tiempo a definir la imagen de Ahab atado al flanco de la ballena, después de su muerte. Tras algunas pruebas me decidí por esta versión:

Candil tu blancura, oh gran ballena,
para la noche de agua de todos los mares.
Y timonel sobre tu grupa
el capitán a quien durmió de muerte
la cuerda endiablada de su mismo arpón.

Y escrita al pie, como remate y para que parezca una composición anónima, la leyenda “Canción de balleneros”.


10 de septiembre de 2000

Reproducciones de Paul Klee. Qué genialidad la de este infantilismo pictórico, cuánta sabiduría y tacto al erigir semejante ordenamiento nuevo del mundo y sus cosas. Una obra, en verdad, con toda su lucidez y toda su doctrina, de un niño-obrero-poeta, y, por mucho que se haya gastado la palabra, con bastante de mágico en ella —en el sentido de parecer deberle su existencia a un trastrocamiento como de fábula, una mistificación juguetona que por mero divertimento, por gastarle una broma a la muy seria ciencia biológica, ubicara una infancia en el final de una vida sapiente y sin que en ningún instante el conocimiento acumulado de esa vida anulase el genio intuitivo de la dimensión infantil, una dimensión en la cual su habitante, por simple contagio de atmósfera, habría de poder contactarse con la memoria de esos dioses orientales cuyo hacer era solamente un puro afán de juego.
Porque eso es Klee: un médium a quien se le restituyó el recuerdo de la consistencia y del aspecto que presentaba la creación antes de extraviarse en un programa excesivamente preciso y realista. Sus pinceles pertenecen menos al artista que al arqueólogo. Más que pintar, le quitan el polvo a los fósiles preciosos donde relucen las formas y las tintas de un mundo primigenio y apenas grávido. Es el roce y es el susurro de los comienzos. La sapiencia gentil de aquel que ha vuelto a su tierra natal luego de cruzar mares y continentes fundando esto y aquello. El mismo Klee, por otra parte, lo resume de algún modo en el poema que hoy adorna su lápida y con el que procuró definir su programa:

Soy incomprensible del lado de acá
Vivo igual de bien entre los muertos
que entre los nonacidos
Algo más cerca del corazón de la creación
que lo ordinario
pero todavía no suficientemente cerca.

La doctrina de alguien —para utilizar su idea acerca del ser humano que aparece en sus diarios— nacido con una sola ala de ángel y a quien el continuo romperse brazos y piernas no le impide seguir siendo fiel a la idea de volar.

16 de septiembre de 2000

Ninguna tregua para la pobre Africa. Leyendo la Vida de Antonio, de Atanasio, me entero de que ya entre los paganos se asociaba el color negro con el mal; incluso en  el judaísmo el diablo era llamado “el Negro”. Así, cuando nada consiguió el diablo de Antonio con la presencia de voluptuosas cortesanas, intentó seducirlo adoptando la apariencia de un niño negro (“espíritu de fornicación”), tal como se representaba al demonio en la literatura del  desierto —resabio seguramente de las prácticas pederastas orientales. Pero el santo, desde luego, no sucumbió —empobreciendo así lo “experimental” que debe poseer una teología: ¿por qué rehuir siempre el contacto con el maligno? ¿No se debilitaría en vez el mal con tales abrazos, con tales besos al sapo? Pero de estas dudas y de esta pusilanimidad nacen los templos.

7 de noviembre de 2000

Ungaretti. ¿Olvidé anotar su nombre en la lista de aquellos que fueron “despojados” de su Nobel? Un poeta extraordinario, uno de los creadores de la poesía moderna —esa  poesía  que vino a anunciarnos que la cualidad y el misterio del universo eran mucho más complejos y ricos de lo que habíamos osado suponer, cegados como estábamos por la ceniza desprendida de las antiguallas poéticas que las antologías nos ponían por delante —un universo como tablado para la contradanza de un cosmos de prestigios vacilantes y raquíticos con un caos pródigo en formas y en órdenes apenas definibles, en libertades imposibles de prever, en leyes para desligar cualquier límite...
Es extraño cómo no se recuerda a veces que ya en 1916 él había escrito los maravillosos poemas de L’Allegria —es extraño cómo frente a ese ejemplo de limpidez (traslúcida como un’urna d’acqua) y de soltura riente (desceñida como un acrobata sull’acqua) pudieron continuar con sus indigestas salsas de rima y de métrica los sonetistas (ya su nombre es un castigo) de pies de plomo. ¡Qué viejo y qué apolillado, con su asma de rima y su cincha de métrica, parece cualquiera de esos poemas ante una de estas composiciones! ¿Conocía esa obra D’Annunzio, o entre nosotros Lugones, Banchs, el mismo Borges? ¡Qué indecencia intelectual, si así fuera, el habernos servido ciertos platos de sus cocinas! —sonetos con tufos de cripta, versos para declamar en fiestas escolares. ¡Qué deseo nada más que racional de componer unos versos y de hacerlo como desde atrás de los muros de un convento! Porque incluso esto habla de la grandeza ineluctable de Ungaretti: era la suya la misma “voz” que podía hallarse entonces en pintura, en música, en arquitectura, en teatro. La concordancia fatal, en suma, que define muchas veces lo auténtico y edifica la estatua de una Época —y qué esforzados aparecen también, frente a esta poesía y avanzando por el lado opuesto, los intentos de un Ezra Pound, por ejemplo. La intención por sobre la inspiración, el intelectual tratando de conseguir su agua en el aljibe del poeta.

Ma le mie urla
feriscono
come fulmini
la campana fioca
del cielo

Sprofondano
impaurite   
(Pero los gritos míos
hieren
como rayos
la campana ronca
del cielo

Se hunden
aterrados)
SOLITUDINE (“SOLEDAD”), 1917
He aquí en este breve poema de Ungaretti un paisaje de Kandinsky o de Klee, una pieza de Stravinsky, una cúpula de Gaudí, una pirueta de Nijinsky y un acto de Meyerhold...

Sin embargo en nuestro país también estaba, para salvar un poco el “honor” (un poco, un poco), Jacobo Fijman, un poeta inspirado y profundo y al que Gálvez sitúa por encima de Lugones (aunque esto, ay, no es elevarlo mucho) —y ya que citamos a Fijman: cómo supieron aprovecharse de su enfermedad y de su internación muchos de aquellos bien promocionados “poetas” para fingir, ante una consulta cualquiera, que en el caso de la obra del escritor judío se trataba nada más que de algo pintoresco, de algo que era posible despachar prontamente acudiendo a una anécdota o al relato de alguna típica “locura” del poeta de la cual habían sido ellos testigos... Y esto me recuerda que en su mayoría un solo arte, una única maestría parecen estar en condiciones de exhibir casi todos los escritores argentinos: la mezquina reticencia...
Pero quizá la desgracia de Fijman, ese poeta de poco paraíso, (y su nombre es aquí ya nada más que el pretexto para aludir a una cuestión que aun cuando está emparentada con aquella cuestión “nacional”, de entre casa, la trasciende sin embargo ampliamente) quizá la desgracia de Fijman haya consistido en ser un mero argentino, esto es, el habitante de un país ubicado en un continente sin ninguna importancia estratégica o histórica, un continente al margen de la geopolítica. Un escritor norteamericano, francés, inglés o alemán es en muchos casos bueno ya simplemente por su nacionalidad; luego le queda además la posibilidad de ser bueno en serio. Un escritor argentino (un escritor hispanoamericano), y descartado el tema de algún bien orquestado ruido editorial previo, debe ser excelente para que lo consideren al menos regular o para que le presten algo de atención. Artaud, por ejemplo, y para referirnos a alguien que también habitó un manicomio, como escritor argentino o chileno o ecuatoriano no sería nadie; pero era francés, es decir, lo sostenía una tradición intelectual que presupone ya de entrada una cierta excelencia y que fundamentalmente nunca deja en la calle a sus creadores, por modesto que sea su aporte —fenómeno al que se le agrega también la admiración colonizada de la periferia, a saber: nosotros. Verso por verso, la obra del francés no resiste ninguna comparación con la del argentino; pero justamente uno de los dos tenía (además de la droga, lo cual es una historia aparte) a Francia detrás —y si Fijman hubiera sido francés seguramente que hoy aprenderíamos esa lengua para leerlo en el original.
Finalmente, no resulta  difícil comprobar que en nuestro continente (y aledaños) los menos serios o los más pícaros (y sorpresivamente apenas si hay argentinos en este trance; y no por falta de intención, seguramente, sino por algo más cercano a la incapacidad) tratan de salirse de esa celda literaria a través de un exceso de color local, de un exotismo folklórico: la mujer más gorda del mundo con su jaguar domesticado como amante; chanchos emplumados volando junto a golondrinas y mariposas; el circo en la jungla, para decirlo en una palabra. Y como siempre hay “gringos” en busca de vasijas literarias decoradas, de “números” estrambóticos...
Y convengamos en que para el snobismo, que en estas latitudes lo decide siempre todo, el nombre Antonin Artaud es mucho más atractivo que Jacobo Fijman...

Algunos apellidos de escritores y lo que me sugieren:
Artaud: Casa de pompas fúnebres.
Fijman: Mercería y botonería.
Lugones: Instructor circense de pulgas y de grillos.
Banchs: Cigarrería y anexos.
Borges: Talabartería y artesanías camperas.
Arlt: Afilador de tijeras y cuchillos.
Cortázar: Venta y reparaciones de máquinas de coser.
Denevi: Especialista en garganta, nariz y oído.
Sábato: Compostura de calzados.
Mallea: Aceite comestible mezcla.
Gálvez: Bicicletería.

 

18 de diciembre de 2000

Se acerca el Nacimiento y comienza ya la Degollación de los Inocentes: lechones, corderos, pavos... Una fiesta espiritual en la que sólo se atiende al vientre. Tanto podría decirse aquí... ¿Para qué? Dios está en las carnicerías.

15 de enero de 2001

Una mujer vestida muy humildemente se instala con sus dos hijos pequeños (una nena y un varón) junto a la vidriera de un negocio. Después de rebuscar en una bolsa se incorpora con un paquete de algodón en sus manos y un rollo de cinta adhesiva. Se acerca enseguida al varón y comienza a colocarle unos vendajes falsos en la cara. Pero de pronto me descubre y entonces, tomando de las manos a los dos chicos, huye hacia la esquina; al lado de la vidriera quedan abandonados el algodón y la cinta.
¡Pobre alma (humillada y ofendida, seguramente)! Cuánto temor debía de tener ya encima para que mi sola presencia la atemorizara así; ni tiempo tuvo para considerar mi expresión. ¿Un abuso de sus hijos? Es posible. Pero ahí se hallaba también (si uno no se permite la condena fácil; hay que estar en la calle) una dimensión de la hembra que lucha por sus polluelos, un eco —deformado tal vez ¿quién sabe?— de las luchas de toda madre; el intento de alcanzar el otro día. Y en las condiciones en que esa gente vive, ofrecerle a un hijo el otro día es, finalmente, ofrecerle también la redención; su posibilidad, quiero decir.

6 de febrero de 2001

Hoy al atardecer, al volver caminando a mi casa y ante el espectáculo de una formación de nubes desde la cual se disparaban hacia las alturas unas franjas traslúcidas y perfectamente simétricas, un abanico de aire y luz, esta cuestión: ¿habría existido ello cabalmente si yo no me detenía a contemplarlo? ¿Existiré cabalmente yo si no me refleja y no me integra a su recuento la pupila del hombre, del pájaro o de la hormiga con la cual me cruzo? ¿Y si todo lo viviente no existiera más que para “observar” y “fijar” aquello que lo rodea, si no fuera sino la mirada de Dios que, multiplicándose,  repasando, observa, fija, certifica y mantiene lo creado?... Entonces sería algo más que sentimentalismo la sensación de inutilidad que aparece ante la vista de una cosa cualquiera que ha muerto, ese vacío momentáneo que la presencia de un despojo nos transmite: sería conocimiento. Sería darse cuenta de que al matar —por ejemplo— a un ave en vuelo cuya mirada acaba de capturarlo a él y a su rifle, el cazador se mata también un poco a sí mismo.

18 de febrero de 2001

Encuentro, por la mañana, en la casa de los Predadores, con Rocky, el loro hablador que los padres le regalaron hace poco a Guido. Es todavía un pichón pero ya su tamaño es respetable. Proviene de Misiones, donde esas aves son recolectadas de los nidos por los indios que viven en el monte; en ocasiones éstos deben escalar unos treinta metros para llegar hasta la nidada. Los colores del animal son maravillosos: como base, un verde metálico cuyo resplandor parece provenir de alguna corriente eléctrica interna, al igual que lo que ocurre con el centelleo de los rojos y los amarillos escamados que aparecen cerca del cogote; luego, cuando extiende las alas, se presentan en la punta unos manchones azules como robados de la paleta de un Chagall. Una gema viviente, en suma, capaz de evocar, con el suntuoso paño que lo engalana, los telares hoy ya insonoros del mejor paraíso —y de transformar, también, en algo muy simpático la palabra prohibido. Prohibido cazar estas aves. Prohibido robarles su selva. Prohibido utilizarlas para satisfacer el capricho de los niños de ciudad. Prohibido, en fin, comportarse como humanos con estos animales y con todos los animales.
Y Prohibido habrá de ser siempre el patrón donde comprobará su estatura nuestra evolución.

“Prohibido prohibir”: un graffiti al que, en sus inicios, seguramente no se hubieran opuesto ni Hitler ni Mussolini.

13 de marzo de 2001

Hoy día todo se vuelve viejo en pocas horas, la reputación se debilita, una obra pasa en un momento. Todos escriben; nadie lee en serio.” Chautebriand, en 1836.

 


De El fin de Cronos (Diarios 1999-2001)
METZENGERSTEIN
Buenos Aires, 2001


...................................................................................................