Edgar Brau

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Edgar Brau

 

El Viaje

(fragmento)

 

Etonnants voyageurs!
BAUDELAIRE, Le voyage, III

 

 

I

A la hora en que la noche parece recoger sus colgaduras con un tintineo de cristal helado y las más débiles de las estrellas se arrojan a la tierra aún oscura, espantadas ante la inminente hecatombe del día, a esa hora, propicia para la urdimbre de lo inaudito y para las burbujas de lo fantástico, precisamente a esa hora, un breve tañido de campana, seco y como velado por telarañas, estremeció al pueblo dormido. A punto de retornar el silencio de los ruidos familiares, un nuevo tañido, igualmente breve, vuelve a sacudir a los durmientes, cuya soñolienta atención es seguidamente solicitada por dos o tres tañidos más, todos ellos leves y como para probar el metal de la campana. Pero después un golpe de badajo particularmente intenso, al que de inmediato siguen otros en apremiante sucesión, extrae de la campana un retumbar agudo e interminable que, anudando sus ondas de sonido en un alargamiento de serpiente, comienza primero por recorrer las calles del pueblo con implacable sinuosidad, para luego, a través de sus imprescindibles y recién brotadas bifurcaciones, atropellar las puertas, sacudir las ventanas y, filtrándose por las hendijas, arrastrar a la calle, con el fragor de una leva guerrera, a los extrañados vecinos que aún no comprenden pero que sin embargo tampoco pueden sustraerse al irresistible mandato de la campana que allá, en la estación abandonada, continúa repicando.

Por ello basta sólo un momento para que la calle principal, que se ha inclinado levemente para facilitar la marcha, rebose con el rumor creciente de quienes avanzan, a paso diverso, hacia la estación. Sí, el avance es desordenado. Los niños se adelantan entre chillidos y atraviesan continuamente la calle; algunas mujeres llevan a sus mascotas en brazos; otros arrastran maletas y esquivan fastidiados a quienes se rezagan entre conjeturas. A veces alguien se vuelve como para cerciorarse de que no es el único que responde al llamado; desaparece al instante, envuelto por el clamor del gentío que avanza, frenético, entre remolinos de polvo.

Finalmente la multitud se detiene, con un gemido de asombro, frente a la estación. Allí, sobre las vías cubiertas de moho, oscura y reluciente, una locomotora tiembla de impaciencia y con resoplidos, silbatos y sacudimientos de bielas trata de comunicar sus urgencias de partida. Los vagones, que cubren todo el andén, también se balancean y sus herrajes destellan hacia la todavía adormilada gente, que no hace más que recorrerlos con la vista.

Después de un momento, los más audaces se trepan a las escalerillas para echar un vistazo al interior de los coches, que según sus gritos están vacíos. Enseguida una voz de asombro celebra la aparición, en lo alto de la locomotora, del maquinista, un hombre de semblante rubicundo y grandes bigotes, cuyas manos regordetas alisan continuamente su uniforme azul. Desde su sitio saluda al gentío con unos ademanes ampulosos, y después, risueño y juguetón, acciona una palanca que hace surgir de la chimenea una espesa columna de humo, la cual se eleva varios metros y luego, repentinamente, a punto de precisarse en la figura de un  genio o algo así, se desploma sobre la gente, que grita y se desbanda, aterrorizada. Pero es solamente una broma, un terror hecho de humo que pronto se disipa entre las risas del maquinista y de los recuperados vecinos, quienes vuelven sin embargo de inmediato a retroceder, ya que junto al maquinista y entre retazos de humo ha empezado a surgir, lenta, interminable, como brotando de un pantano, la figura colosal del fogonero, ante cuya presencia, una vez elevado en toda su magnitud, el gentío no puede reprimir un grito de espanto. Y en verdad que su aspecto es espeluznante: muy alto, un verdadero titán, su cuerpo musculoso asoma pujante por entre las aberturas de la estrecha indumentaria, que lleva completamente tiznada, lo mismo que la cabeza, donde los hirsutos cabellos punteados de renegridas motas parecen albergar una nidada de arañas. El rostro, oscuro y grasiento, aparece animado por una mueca siniestra, hecha de cálculo y suficiencia y ante la que cada vecino cree reencontrarse con un antiguo e impreciso terror. Tras apoyar sus manos como garras en el borde de la máquina, se pone a contemplar a la multitud, que continúa retrocediendo. De improviso le susurra algo al maquinista, que asiente y se vuelve. Una nueva nube de humo surge entonces de la chimenea, pero la gente, ya advertida, esta vez no le hace caso, sino que se limita a observar al fogonero, que molesto por lo fallido de la broma desaparece en el interior de la locomotora con un gesto de fastidio.

El humo, entretanto, se ha ido transformando en una especie de niebla, la cual, al tiempo que le da al lugar un aspecto fantasmagórico, le comunica también un algo de importancia, al asemejarlo de algún modo a las estaciones de las grandes capitales, donde prestigiosos señores de impermeable se despiden de un gran amor o, recortados en un neblinoso contraluz, aguardan la contraseña de un fugitivo. Esta sensación, sin embargo, dura solamente un instante, ya que el ir y venir de los futuros viajeros, los reclamos incipientes, las corridas infantiles y los olvidos de último momento impiden que en el lugar se instale el rumor sordo e impersonal de una estación capitalina, tan propicio para los incidentes sofisticados. Un guarda que nadie había visto hasta ese momento aparece de pronto en el andén, dando palmadas y anunciando la partida; al llegar junto a la locomotora le hace una seña al maquinista. De inmediato se oye un silbido cuya progresiva estridencia consigue no sólo que la niebla, encofrada en un remolino, se reintegre a la chimenea de la locomotora, sino también que a su término todos los pasajeros se encuentren ya ubicados en sus asientos. En efecto: cuando el silbido se acalla, en los vagones no falta nadie, e incluso aquellos que un rato antes se despedían en el andén, ahora descubren que son compañeros de viaje. Después de acomodar las maletas en las redes, los viajeros se dedican a palpar los tapizados de los asientos y la madera de las paredes con asombro y unción; todo ahí es íntimo, cálido, entrañable, y dondequiera uno se ubique la comodidad y la vista son magníficas; cada sitio es el mejor sitio.

El andén, mientras tanto, ha quedado vacío y solamente se aguarda la orden de partida. Inquietos, los viajeros se asoman por las ventanillas y tratan de averiguar la causa de la demora; pero nadie aparece para dar alguna explicación. El lugar está desierto y únicamente se oye el ronquido de la locomotora. Bajo una saliente de madera la solitaria campana se bambolea con dulzura. La angustia se apodera de los viajeros y empiezan los interrogantes. ¿Y si de pronto aparece alguien con la noticia de que el viaje se suspende, que todo es una absurda equivocación?... Se produce una calma expectante, similar a la que precede a un gran evento. Pero entonces un primer rayo de sol, tras rebotar incansable por los cromados del tren, va a atropellar a la pequeña campana, que resuena jubilosa (¿Quién la tañó? Dios, responde una vieja) indicando la partida y recibiendo por respuesta un largo silbido de la locomotora. En ese momento también, y sin que lo noten los pasajeros, ocupados en lanzar vivas, ocurre algo sorprendente: un estremecimiento sacude la tierra y los carcomidos durmientes, que a duras penas sostienen las vías y el tren, casi florecen, pues una extraordinaria afluencia de savia que brota del suelo los rejuvenece y fortifica; el musgo que sofoca los rieles empieza asimismo a resquebrajarse y sus fragmentos se convierten en esponjosas franelas que una mano invisible restriega contra las vías; y allá, un poco más lejos, abandonando un largo sueño reumático, las palancas rechinan su agradecimiento al rocío, que resbala igual a un elixir aceitoso por las coyunturas oxidadas y crujientes. El maquinista, percatándose de esa repentina metamorfosis, se inclina hacia fuera y hace una señal con los brazos; desde la lejanía alguien le responde del mismo modo. Tal parece que  todo está  en orden, como lo prescriben los reglamentos, de manera que no resta sino partir. Y efectivamente: entre gritos, agitar de manos, ladridos y abrazos interminables, al fin parte el bello tren de la estación abandonada, y avanzando por una vereda de tréboles encintada de hierro se adentra, con un piafar de regocijo, en el misterio irisado de lo maravilloso...

 

De El Poema y otras historias,
ANTIGUA LIBRERÍA DE MARIE ROGET, Buenos Aires, 1992.
Reeditado en El Viaje,
METZENGERSTEIN, Buenos Aires, 1998

 

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